La primera vez que vio la isla, Marini estaba  cortésmente  inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de  plástico  antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado  varias  veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se  demoraba  ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si  valdría  la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana  de las  muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la  isla, la  franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta  desolada.  Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a  la  pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la  americana con  un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó  sin que  la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a  ocuparse  de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del  avión se  concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era  pequeña y  solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla  de un  blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma  rompiendo en  los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían  hacia  el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar.  Una  isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del  norte  podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir  la lata  de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó  más que el  mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber  por qué;  era exactamente mediodía.  
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a  la línea  Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del  norte y  las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer  Italia.  Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la  cuchara y  mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde  de la  isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre  una  ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma  inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La  miró  hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha  plomiza era un  grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos  cultivados  que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas  de la  stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El  radiotelegrafista, un  francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se  parecen,  hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela  la  próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen  de los  circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess  mientras  bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí  en  cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la  isla,  mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre  encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres  veces  por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces  por  semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la  visión  inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al  reloj  pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la  deslumbradora  franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los  pescadores  alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad. 
Ocho o nueve semanas después, cuando le  propusieron la  línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la  oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el  bolsillo  el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más   detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente,  oyéndose como  desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y  dos  secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba  Carla.  La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de  Xiros era  inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o  quizá  cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras  talladas con  jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño  muelle. A  Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el  recurso  principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco  para cargar  la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes  le  dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se  pudiera  viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo  sabría  Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras  la idea  de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones  de  junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la  línea de  Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus  hermanas en  Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde  había  librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros  sobre  Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la  palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se  acostó con  ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta  inexplicables. En  Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras  historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea  de  Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la  ventanilla  que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de  las  bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a  comer  en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la  mañana. Lucía  le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un  rato de  Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del  Hilton. El  tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una  con la  sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el  avión  sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las  ventanillas de  babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería  esperar los  mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un  largo minuto  contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un  poco  irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió  borrosa;  ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones  en un par  de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la  isla, y no  le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el  niño, y  Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para  las  vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que  probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca   importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces  por mes,  el domingo). 
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa  era la  única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella  se  ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la  ventanilla de  la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba  siempre tan  limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más  pequeños  detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior:  la  mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes  secándose  en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un  empobrecimiento,  casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la  imagen en  el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le  faltaba  un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a  veces  era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano  menor en  Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como  reemplazando otra  cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo  era  también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse  sobre la  ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario  donde  lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul. 
Ese día las redes se dibujaban precisas en la  arena, y  Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del  mar, era  un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó  absurdamente. Ya  no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que  le  faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los  labios  pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde,  que  entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos  con los  hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez  decidido,  un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala  en Rynos,  la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el  puente,  pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer  entre las  islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un  viejo  que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló  lentamente,  mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran  los  hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte  habitantes,  pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento  Klaios. Los  muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya  amigo de los  más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el  aire,  una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel  curtida. 
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y  después  de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y  unas  sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol  cobraba  lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco  ácido  mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al  promontorio  del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo  aunque le  hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y  lo gozaba  con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le  quemaba  de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca;  el agua  estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas  hasta la  entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo  aceptó todo  en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el  futuro. Supo  sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a  quedarse  para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus  caras  cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón  solitario.  Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo  para  nadar hacia la orilla. 
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas  donde  dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un  saludo  en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo  esperaba en la  playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló,  mostrando sus  pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de  las  casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio,  deslumbrante  bajo el sol de las once. 
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar  las  cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos.  Después  Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas.  Casi en el  horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora  estaba  realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos  días,  pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo  conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos.  Levantándose,  tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La  cuesta era  escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para  mirar  las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban  animadamente con  Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la  mancha verde  entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma  materia  con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y  después,  con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el  bolsillo  del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en  lo  alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la  empresa  era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había  dudado que  pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras  calientes,  resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el  cielo;  lejanamente le llegó el zumbido de un motor. 
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el  avión, que  no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a  pasar  sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con  las  bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su  reemplazante,  tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también  estaría  sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de  luchar  contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento  vio el  ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose  inexplicablemente, el  cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar.  Bajó a  toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un  brazo  entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció  antes  de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera  estribación  de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía  a unos  cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al  agua,  esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más  que la  blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente  cerca del  lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir  nadando,  una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini  cambiara  de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó  por  aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar  sin  acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla,  tomó en  brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la  cara llena  de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme  herida  en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con  cada  convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca  repugnante  que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas  horas en  la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír.  A toda  carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó  Klaios,  los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender  cómo había  tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta  ahí.  «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró  hacia el  mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos  en la  isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el  mar.
viernes, 25 de febrero de 2011
Julio Cortázar - La isla a mediodía
16:06
Taro en Maya
FIN



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