Eiros.-¿Por    qué me llamas Eiros?   
   Charmion.-Así   te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi  nombre    terreno y llamarme Charmion.
   Eiros.-¡Esto    no es un sueño!
   Charmion.-Ya   no hay sueños entre nosotros; pero dejemos para después estos  misterios.    Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo.  El velo    de la sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas.  Los días    de sopor que te estaban asignados se han cumplido, y mañana te  introduciré yo    mismo en las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.
   Eiros.-Es    verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad  me han    abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento,  horrible,    semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis  sentidos    están perturbados por esta penetrante percepción de lo nuevo.
   Charmion.-Eso   cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace  ya diez    años terrestres que pasé por lo que pasas tú y, sin embargo, su  recuerdo no me    abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn[8].
   Eiros.-¿En   Aidenn?
   Charmion.-En    Aidenn.
   Eiros.-¡Oh,   Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la  majestad de    todas las cosas... de lo desconocido de pronto revelado... del Futuro,  una    conjetura fundida en el augusto y cierto Presente.
   Charmion.-No   te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de  ello.    Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de  los    simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia  atrás.    Ardo de ansiedad por conocer los detalles del prodigioso acontecer que  te ha    traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el  viejo    lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido.
   Eiros.-¡Oh,    sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!
   Charmion.-No   hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?
   Eiros.-¿Llorada,    Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre  tu casa    una nube de profunda pena y devota tristeza.
   Charmion.-Y   esa última hora... háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho  en sí de    la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la  Noche a    través de la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que  os    abrumó era por completo insospechada. Cierto es que poco conocía yo la     filosofía especulativa de entonces.
   Eiros.-Como    has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero  desgracias    análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas  necesito    decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían  en    interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la    destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos  solamente al    globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata  del fin,    no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la ciencia  astronómica    había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que  antes se    les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de  aquellos    cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de  Júpiter,    sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las  órbitas de    aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos    errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad,  incapaces de    dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No  sentíamos    temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas  eran    perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba  inadmisible    buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego.  Pero en    aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías  abundaban    singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a  unos pocos    ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los  astrónomos    fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales.
   Los elementos del  extraño astro    fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores  coincidieron en que    su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres     astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el  choque era    inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las  gentes.    Durante unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que su    inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no  podía    aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de  importancia vital    se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres  comprendieron    finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al  principio    su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su  aspecto.    Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u  ocho    días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color  cambió    muy poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían  sido    suspendidos y todos los intereses se concentraban en las discusiones    científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun los más  ignorantes    forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios    consagraron entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los  temores    o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla    desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La verdad    se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y  los    sensatos se inclinaron y adoraron.
   La opinión según  la cual nuestro    globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del  temible    contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les  era dado    ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que  la    densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas  más raro;    el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites de  Júpiter    era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores.  Los    teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía     bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad  que jamás    se había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría  por    intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía  convicción    por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como  todos    sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida de las     aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que  los    prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las  pestes y a    las guerras -errores que antes prevalecían a cada aparición de un  cometa- eran    ahora completamente desconocidos.
   Como naciendo de  un súbito    movimiento convulsivo, la razón había destronado de golpe a la  superstición.    La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.
   Los daños menores  que pudieran    resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas  discusiones. Los    entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables     alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación,  aludiendo    también a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos  sostenían que    los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las  discusiones    proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su  diámetro y más    brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo  acercarse. Todas    las actividades humanas estaban suspendidas.
   La evolución de  los sentimientos    generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo alcanzado por  fin un    tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas     esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres  sintieron    la certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había  desaparecido.    El corazón de los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente  en su    pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun esos  sentimientos se    fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a  aquel    extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos     habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente nueva.     No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un  íncubo    sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con    inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto  de    llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.
   Pasó otro día, y  los hombres    respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos  bajo la    influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una  insólita    agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de  nuestro    terror era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a  través    de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado sensiblemente  y, como    ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión  de los    sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta  entonces, se    desató en todos los vegetales.
   Pasó otro día  más... y la calamidad    no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo del cometa  chocaría    con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y  la    primera sensación de dolor fue la terrible señal para las  lamentaciones    y el espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una  rigurosa    constricción del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de  la piel.    Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente afectada; su     composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta  constituían    ahora el tema de discusión. El resultado del examen produjo un  estremecimiento    eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.
   Se sabía desde  hacía mucho que el    aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en  proporción    respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno,  principio de    la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para  la vida    animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la  naturaleza. El    nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y  la    combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba  probado, una    exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos sentido en  esos    días. Lo que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta  su    límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total del  nitrógeno?    Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el    cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las  llameantes    y aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
   ¿Necesito  pintarte, Charmion, el    desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que  nos    había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la  más amarga    desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos  claramente la    consumación del Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él  la    última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire rápidamente    modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos  canales.    Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con  los brazos    rígidamente tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y  clamaban. Pero    el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el  Aidenn, me    estremezco al hablar. Déjame ser breve... breve como la destrucción  que nos    asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que  penetraba en    todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime  majestad    de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido,  tal    como si brotara de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual    existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama  roja, cuya    insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera  entre    los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo.
   FIN
8:53
Taro en Maya



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