El horror y la fatalidad han estado al acecho  en todas las edades. ¿Para qué,  entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir  que en  la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque  oculta  creencia en las doctrinas de la metempsicosis. Nada diré de las  doctrinas  mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha  de  nuestra incredulidad (como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad)  "vient de  ne pouvoir être seuls".  
Pero, en algunos puntos, la superstición  húngara se aproximaba mucho a lo  absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He  aquí un  ejemplo: El alma -afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente  parisiense)- "ne demeure qu' une seule fois dans un corps sensible: au  reste, un  cheval, un chien, un homme même, n'est que la ressemblance peu tangible  de ces  animaux".  
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein  hallábanse enemistadas desde  hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por su  hostilidad tan  letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una  antigua  profecía: "Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el  jinete  en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la  inmortalidad de  Berlifitzing".  
Las palabras en sí significaban poco o nada.  Pero causas aún más triviales  han tenido -y no hace mucho- consecuencias memorables. Además, los  dominios de  las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una  influencia  rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas  veces  amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar,  desde  sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de  Metzengerstein. La  más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a  mitigar los  irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos  acaudalados.  ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía  lograran  hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya  predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo  hereditario? La  profecía parecía entrañar -si entrañaba alguna cosa- el triunfo final de  la casa  más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con  amargo  resentimiento.  
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de  augusta ascendencia, era, en el  tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se  hacía  notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la  familia de  su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a  cuyos  peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían   dedicarse diariamente.  
Frederick, barón de Metzengerstein, no había  llegado, en cambio, a la mayoría  de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre,  lady Mary,  lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años.  No es  ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad  tan  magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un  sentido  más profundo.  
Debido a las peculiares circunstancias que  rodeaban la administración de su  padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente  después de  muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de  semejantes  bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más  amplio era  el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había  sido  trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un  circuito de 50  millas.  
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de  sobra conocido, semejante  herencia permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto,  durante los  tres primeros días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo  imaginable  y excedió las esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas  orgías,  flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender  rápidamente a  sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y  ningún resto  de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía  alguna  contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la  noche del  cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de  Berlifitzing,  y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya  horrorosa lista  de los delitos y enormidades del barón.  
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo  sucedido, el joven aristócrata  hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y  desolado  aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque  desvaídas  colgaduras que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes  sombrías  y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de  armiño y  dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al  soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían  con el  fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las   atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein,  montados en  robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían  sobresaltar  al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí,  las  figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en  el  laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.   
Pero mientras el barón escuchaba o fingía  escuchar el creciente tumulto en  las caballerizas de Berlifitzing -y quizá meditaba algún nuevo acto, aún  más  audaz-, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme  caballo,  pintado con un color que no era natural, y que aparecía en las  tapicerías como  perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el  fondo  de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún  más lejos  su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.  
En los labios de Frederick se dibujó una  diabólica sonrisa, al darse cuenta  de lo que sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No  pudo, sin  embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable  pareció caer  como un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar  sus  soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar  despierto.  Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más  imposible  parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de  aquella  tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró,  por  fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que  las  incendiadas caballerizas proyectaban sobre las ventanas del aposento.   
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus  ojos volvieron a posarse  mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la  cabeza del  gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El  cuello del  animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre  el  postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los  ojos, antes  invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un  extraño  resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo,   aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus sepulcrales y  repugnantes  dientes.  
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se  encaminó, tambaleante, hacia  la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando  el  aposento, proyectó claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y   Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él  permanecía  titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba  completamente el  contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.  
Para calmar la depresión de su espíritu, el  barón corrió al aire libre. En la  puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran  dificultad, y a  riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos  saltos de un  gigantesco caballo de color de fuego.  
-¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo  encontraron? -demandó el joven, con  voz tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso  corcel de la  tapicería era la réplica exacta del furioso animal que estaba  contemplando.
-Es suyo, señor -repuso uno de los escuderos-,  o, por lo menos, no sabemos  que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante  de  rabia, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing.  Suponiendo que  era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus   hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es  raro, pues  bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.  
-Las letras W.V.B. están claramente marcadas en  su frente  -interrumpió otro  escudero-. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm  Von  Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les  pertenezca.  
-¡Extraño, muy extraño! -dijo el joven barón  con aire pensativo, y sin  cuidarse, al parecer, del sentido de sus palabras-. En efecto, es un  caballo  notable, un caballo prodigioso... aunque, como observan justamente, tan  peligroso como intratable... Pues bien, déjenmelo -agregó, luego de una  pausa-.  Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el  diablo de  las caballerizas de Berlifitzing.  
-Se engaña, señor; este caballo, como creo  haberle dicho, no proviene de  las caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos  demasiado bien  nuestro deber para traerlo a presencia de alguien de su familia.
-¡Cierto! -observó secamente el barón.  
En ese mismo instante, uno de los pajes de su  antecámara vino corriendo desde  el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para  informarle  de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en  cierto  aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como  hablaba  en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó  insatisfecha.  
Mientras duró el relato del paje, el joven  Frederick pareció agitado por  encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y  mientras se  difundía en su rostro una expresión de resuelta malignidad, dio  perentorias  órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y  se le  entregara al punto la llave.  
-¿Ha oído la noticia de la lamentable muerte  del viejo cazador Berlifitzing?  -dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida  del paje seguía mirando los botes y las arremetidas del enorme caballo  que  acababa de adoptar como suyo, y que redoblaba su furia mientras lo  llevaban por  la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los  Metzengerstein.  
-¡No! -exclamó el barón, volviéndose  bruscamente hacia el que había hablado-.  ¿Muerto, dices?  
-Por cierto que sí, señor, y pienso que para el  noble que ostenta  su  nombre no será una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del  barón.  
-¿Cómo murió?  
-Entre las llamas, esforzándose por salvar una  parte de sus caballos de caza  favoritos.  
-¡Re...al...mente! -exclamó el barón,  pronunciando cada sílaba como si una  apasionante idea se apoderara en ese momento de él.  
-¡Realmente! -repitió el vasallo.  
-¡Terrible! -dijo serenamente el joven, y se  volvió en silencio al palacio.  
Desde aquel día, una notable alteración se  manifestó en la conducta exterior  del disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento  decepcionó  todas las expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las  esperanzas de  muchas damas, madres e hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y  manera de  ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia  circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en   aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo -a menos que  aquel  extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente,  tuviera  algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.  
Durante largo tiempo, empero, llegaron a  palacio las invitaciones de los  nobles vinculados con su casa. "¿Honrará el barón nuestras fiestas con  su  presencia?" "¿Vendrá el barón a cazar con nosotros el jabalí?" Las  altaneras y  lacónicas respuestas eran siempre: "Metzengerstein no irá a la caza", o  "Metzengerstein  no concurrirá".  
Aquellos repetidos insultos no podían ser  tolerados por una aristocracia  igualmente altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y  frecuentes,  hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del  infortunado conde  Berlifitzing expresar la esperanza de que "el barón tuviera que quedarse  en su  casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de  sus pares,  y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la  compañía de  un caballo". Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor  hereditario,  y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases  cuando  queremos que sean especialmente enérgicas.  
Los más caritativos, sin embargo, atribuían  aquel cambio en la conducta del  joven noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de  sus  padres; ni que decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta  en el  breve periodo inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes  presumían en el  barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros -entre  los cuales  cabe mencionar al médico de la familia- no vacilaban en hablar de una  melancolía  morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr  oscuros  rumores de naturaleza aún más equívoca.  
Por cierto que el obstinado afecto del joven  hacia aquel caballo de reciente  adquisición -afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba  el  animal de sus feroces y demoníacas tendencias- terminó por parecer tan  odioso  como anormal a ojos de todos los hombres de buen sentido. Bajo el  resplandor del  mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en  plena  tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del  colosal  caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia  manera de  ser.  
Agregábanse además ciertas circunstancias que,  unidas a los últimos sucesos,  conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a  las  posibilidades del caballo. Habíanse medido cuidadosamente la longitud de  alguno  de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más descabelladas  conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar  de que  todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue  instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y  acercarse al  animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de  observar  que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo  cuando  escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían  contenido por  medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en  el curso  de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la  mano en  el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria  en la  conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una  atención  fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a  los  más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones  la  boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido  horrorizada ante el profundo e impresionante significado de la terrible  apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven  Metzengerstein  palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de   aquellos ojos que parecían humanos.  
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en  duda el ardoroso y  extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo  provocaban  en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un  insignificante  pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas   opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la  pena  mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba  en la  montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y  que al  volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro  aparecía  deformado por una expresión de triunfante malignidad.  
Una noche tempestuosa, al despertar de un  pesado sueño, Metzengerstein bajó  como un maniaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria  prisa,  se lanzó a las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual  en él no  llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con  intensa  ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las  murallas  del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a  agrietarse y  a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un  incendio.  
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron  descubiertas demasiado tarde; tan  terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la  menor  parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo,  envuelta en  silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso  reclamó  el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación  que  provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos  espectáculos que pueda proporcionar la materia inanimada.  
Por la larga avenida de antiguos robles que  llegaba desde la floresta a la  entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes  saltos,  semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un  jinete  sin sombrero y con las ropas revueltas.  
Veíase claramente que aquella carrera no  dependía de la voluntad del  caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha  de todo  su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún  sonido,  salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios que se había  mordido una y  otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el  resonar de  los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el  aullar de  los vientos; pasó otro instante y, con un solo salto que le hizo  franquear el  portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio  llevando  siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico  fuego.  
La furia de la tempestad cesó de inmediato,  siendo sucedida por una profunda  y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja,   mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que  llegaba  hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las   murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo. 
miércoles, 16 de febrero de 2011
Edgar Allan Poe - Metzengerstein
5:03
Taro en Maya



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