Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le  dolió la coincidencia de los  chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía  Bebé la  incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de  altos,  su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con  delicia  de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo  crea, pero  si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto  como sus  lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un  resto de  pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a  puerta  limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su  familia con  un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo  la  sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos.  Con los  vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la  primera  vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó  el  saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo  entraba  ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con  caramelos o  un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.  
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y  rubia,  demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas  son  lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre.  Mario creyó  un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la  gente. Se  lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes,  como yo  mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara  con una  toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le  lavaban la  ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin  siquiera  avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba  una  piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un  poco  malvadamente y sin darle esperanzas. 
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se  lloró y  hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi  colonial.  Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de  manera  que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y  Castro  Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por  semana cuando  volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban  juntos a las  confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió  diecinueve  años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los  veintidós. 
Los Mañara encontraban injustificado el luto  por un  novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era  penoso  presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante  el  espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y  los  Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y  recibir los  domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde  Héctor  la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con  ostensible  desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era  cariño o  dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez  que un  perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en  el Once,  de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La  madre  decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se  asombraban,  hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo  -Mario  vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con  un  gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió  pronto,  antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de  madrugada.  Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo  Médicis no  había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope.  Cuando  Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario  renacía  la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula  desazón en  el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó  de una  pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el  golpe  brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado  adentro,  raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos  estaba cerca  de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una  noche de  helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como  todos los  sábados. 
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que  hacía linda  pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor  (nunca se  puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de  Mario  para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había  sentido  fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una "visita", y  entre  nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la  tomaba del  brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación  Medrano,  miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de  Delia. Medía  ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando  volviera  al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana. 
Ahora que los chismes no eran un artificio  absoluto, lo  miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para  darles  un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o  asfixia por  inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los  patios.  Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que  Héctor dejó a  su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el  zaguán  de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el  rostro de  Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas  cosas, y  cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario  vería a  veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su  piecita  para ganarle la noche. 
“Perdóname mi muerte, es imposible que  entiendas, pero  perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado  con una  piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero  de la  madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían  visto raro  las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si  viera  cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un  enigma.  Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo  no, le  falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con  plata y un  Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese  tiempo  final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos  sostuvo  días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado,  un grito  entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y  casi  enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de  Delia  clamando, el revuelo ya inútil. 
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de  episodios,  se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos.  Nunca  preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si  Delia  sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con  su  manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de  viaje.  Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional.  Cuando Mario  se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una  sombra fina y  constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y  solícita de  sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un  día  tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía  sentarse  cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de  bordado.  Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba,  pero lo  atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los  licores de  Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con  brusquedad  que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las  botellas. "A  Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a  Mario.  Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de  los  novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la  animación y  quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque  acababan de  ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los  Mañara  picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo  hicieron  quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita  Quiroga. Luego  él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia. 
-Hiciste mal en comprar eso, pero andá,  lleváselos,  está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se  sacó los  teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró  desviando  los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto  turbio  Mañara levantó la palanquita de la galena. 
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho  caso de  los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una  crestita  de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por  no  haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la  manera  de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su  mejor  receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja  perforó  uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba;  Mario veía  sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le  parecía un  cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una  menuda  laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la  aguja  laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable  repugnancia.  “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a  llevárselo  a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la  alegría del  ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de  rosa...  Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia  se  sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente  feliz. “El  tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero  vivo.” 
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está  mezclado  con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de  falsedades  mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba  más  seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus  gustos y a  sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que  alentara a  Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y  embudos que  ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un  poco de  amor, por lo menos algún olvido de los muertos. 
Los domingos se quedaba de sobremesa con los  suyos, y  Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del  postre y el  café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se  hablaba de  Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los  Camiletti  o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario  llegó a  creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la  consideraban de  nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en  las  sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro  cuadras  una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente  necesario y  eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las  gentes,  sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como  íntimamente  ajeno y oscuro. 
Otras gentes no iban a ver a los Mañara.  Asombraba un  poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de  inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En  diciembre,  con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja  concentrado, lo  bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron  probarlo,  seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como  transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo  lleno de  luz naranja, de olor quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está  delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba  contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la miraban como  queriendo  leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo. 
A Rolo le habían gustado los licores de Delia,  Mario lo  supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba:  “Ella  le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol  es malo  para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la   liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de  Delia.  Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también  Delia le  hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía  a  ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina.  Algo le  decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los  bombones.  Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya  se iba  cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de  alpaca.  Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez  moscada  mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se  negó a  aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo  que se  proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra  de la  despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que  cerrar los  ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó  un sabor  a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus  dientes  desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo  la  sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y  esquiva. 
Delia estaba contenta del resultado, dijo a  Mario que  su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía  faltaban  ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a  Mario que  Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas  preparando  los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco  estaban  contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces  pidió a  Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella  hizo  algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la  mejilla.  Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la  necesidad de  sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso  volvió, más  duro y quejándose. 
No supo si le había devuelto el beso, tal vez  se quedó  quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó  el piano,  como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían  hablado  con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo,  porque  vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en  el  Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del  Atlántico.  Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le  pareció  un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida  del  ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos,  en el  vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a  los  Mañara; los miraba de reojo y se sonreía. 
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió  Mario  esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la  doble  muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que  desnuda un  espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de  esencias y  animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las  mariposas  y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se  prometió una  caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques  alejados  del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando  este amor  tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su  lado, otro  novio, el que sigue para morir. 
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él   empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se   replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y  yéndose, sobre  todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de  noche, y  había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces  por la  sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño  milagro  en el plato de alpaca. 
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de  Delia una  promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara  advertía  gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o  la  mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para  oír radio  o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a  irse de  la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a  Mario, las  pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se  divertía de  veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a  la  vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le  hacía  bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa  vuelta  vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la  balanza o las  tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los  licores; ahora  pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario  sospechaba  sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos;  preferían  los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin  invitarlos  pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes,  y hasta  cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el  sordo  descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído.  Guardaba para  él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de  alpaca;  una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara  hasta la  cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario  vio el  gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas.  Se acordó  de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en  los  zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo  raramente  salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se  escondiera  una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas  caídas la  noche de Rolo en el zaguán. 
-El pez de color está tan triste -dijo Delia,  mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo  rosa  translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo  frío  miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como  una  lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo. 
-Hay que renovarle más seguido el agua  -propuso.  
-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a  morir. 
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo  peor, a la  Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de  aquello,  del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre  los  pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de  Rolo-  sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero. 
Antes de irse le pidió que se casara con él en  el  otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una  hormiga  en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse  y  pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose  de  golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como  para  abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico. 
-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me  parecés,  qué cambiado. 
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a  un lado  la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de  a uno  los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario  se fue  a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban  en la  sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de  oporto y  comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano.  Perdían la  simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo  sabe  todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y  al  abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran  en él,  nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que  también  los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los  periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano,  con  Delia y la llamada de amor indio. 
Una o dos veces, durante esas semanas de  noviazgo,  estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle  de los  anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse  contra  esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en  un sobre  azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora  y los  párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda desesperación pudo  arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó  raramente  que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara.  Quizá  fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de  color, los  Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color  muerto el  día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo.  Quemó el  sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso  franquearse con  Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar  intolerable de  esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los  Mañara),  vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita  (no se  sabía por qué) y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón  de la  cancel". Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario  pensó si la  de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor  de  revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este  anónimo,  tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos  diciembres  del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban  paseándose  por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor  comían  menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas  muestras  a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en  moldecitos, con  un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta,  como  alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo  un gesto  de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió  que  también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin  decirlo un  mismo hostigamiento. 
Se encontró con papá Mañara en el Munich de  Cangallo y  Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una  vigilante  modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba  a  pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de  Delia, el  buzón de Medrano y Rivadavia. 
-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas   infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa  así  puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible. 
-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no  es  cierto? 
-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como  yo y se  los calla, y eso se va juntando... 
-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los  pasa...  quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás. 
-Pero mire que está como sobresaltada, que algo  la  trabaja -atinó a decir indefenso Mario. 
-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como  para que  le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien. 
-¿Antes de qué? 
-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que  estoy  apurado. 
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya  andando  hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el  Once con la  cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo  que  acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a  Madre  Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara. 
Delia sospechaba algo porque lo recibió  distinta, casi  parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del  encuentro en el  Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese  silencio,  pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos  de Pacho con un  compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y  málaga  y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en  Liniers,  del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato  estaba  empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los  Mañara le  daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de  un  veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el   jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo  que el  gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más.  Oyeron a  un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última  Hora. A  una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala.  Quedó la  lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de   bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada. 
Mario preguntó por la ropa de Delia, si  trabajaba en su  ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un  instante de  valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo  detenía  cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa  celeste la  recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la  sintió  contraerse poco a poco. 
-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se  vayan a  la cama... 
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del  diario, su  diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían  charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses   criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco  cursis,  pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los  Mañara  vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato,  ahora que él  era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que  no  trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño,  el calor  entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala.  Mario  quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería  servírselo y  se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana,  mirando  la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor.  Algo de  luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que  Delia  guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a  Mario que  probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban  los  reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad  de  Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía  ganas, pero  nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un  sabor  distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el  deseo  que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de  la luna,  ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había  bebido en la  cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando  el  veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin  hablar  pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la  sala-,  oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo  cuando  Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia  gemía  como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada.  Con la  mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba,  tenía los  ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra.  Los dedos  se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa  blanquecina  de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y  alrededor,  mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el  polvillo  del caparacho triturado. 
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se  tapó los  ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez  más agudo  el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se  cerraron en su  garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un  borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos,  pero él  quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se  callara; la de  la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que  había  que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había  encontrado  al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose  para morir  dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados,  escondiéndose en  el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y  estaban  ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía  callar a  Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y  negra,  pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas,  por  Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se  iba y se  las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí  agazapados y  esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba,  hiciera  cesar por fin el llanto de Delia. 
viernes, 18 de febrero de 2011
Julio Cortázar - Circe
18:14
Taro en Maya



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