Hace años, a fin  de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé  pasaje a bordo del    excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy.  Si el    tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día  anterior, o    sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.
   Descubrí así que  tendríamos a bordo    gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a  la    habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre  otros    nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven  artista que    me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. Habíamos sido  condiscípulos en    la Universidad de C... y solíamos andar siempre juntos. Su  temperamento era el    de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía,    sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más  ardiente    y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.
   Observé que el  nombre de mi amigo    aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de  recorrer    otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus  dos    hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente  amplios y    tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las  literas no    podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a  comprender    por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes.  En    esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía    espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente  inquisitivo sobre    meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una  serie de    conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más.  No era    asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué  pertinazmente a    reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una  conclusión que    me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por  supuesto    -me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan  obvio!»
   Miré nuevamente la  lista de    pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de  embarcarse con    la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la  intención, ya    que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues  entonces    se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere  hacer    bajar a la cala y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por  eso es    que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.»
   La suposición me  satisfizo y por el    momento dejé de lado mi curiosidad.
   Conocía muy bien a  las dos hermanas    de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a su  esposa, como    aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt  había    hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual  lleno de    entusiasmo. La describía como de espléndida belleza, llena de ingenio y     cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.
   El día en que  visité el barco (el    14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a  bordo,    por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la  joven    esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba  indispuesta    y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de  zarpar».
   Llegó el momento, y  me encaminaba de    mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me  dijo que,    «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente),  el    Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y  que,    cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.
   Encontré esto  bastante extraño, ya    que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las  circunstancias» no    salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve  más    remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.
   Pasó casi una  semana sin que llegara    el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de  inmediato.    El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en  el    momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos  después que    yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este último  en uno    de sus habituales accesos de melancólica misantropía-. Demasiado  conocía su    humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se  molestó    en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de  su    hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y  presurosas    palabras nos presentó el uno a la otra.
   La señora Wyatt se  cubría con un    espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo  reconocer    que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera  asombrado de    no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las  entusiastas    descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la  hermosura    femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué     facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.
   La verdad es que  no pude dejar de    advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no  fea del    todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con  exquisito    gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las  gracias    más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas  palabras, e    inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.
   Mi anterior  curiosidad volvió a    dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me  puse a    observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al     embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al  parecer era    lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y  poco    después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.
   He dicho que la  caja en cuestión era    oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La  observé    atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era     peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me  felicité    por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con  éstas, el    equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o  por lo    menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había     mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja  que, a    juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La  última    cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa  pintura,    ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo  en    posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba    suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi  perspicacia.    Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba  alguno de    sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión  trataba de    hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica  pintura,    confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen  desquite,    sin esperar mucho.
   Había no obstante  algo que me    fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante,  sino    depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso  para    evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además  porque la    brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía  un olor    muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante.  Sobre la    tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva  York.    Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con  cuidado.»
   Estaba yo enterado  de que la señora    Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré  que éste    había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía  seguro    de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que  quedarían    en el estudio de mi misantrópico amigo, en     la calle    Chambers    de Nueva  York.
   Durante los  primeros tres o cuatro    días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa -pues  había virado    al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por consiguiente,  los    pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad.  Tengo que    exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban  reservados    y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el  resto del    pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba  melancólico más    allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre,     pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me  resultaba    imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la  mayor parte    del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a  alternar con    nadie a bordo.
   La señora Wyatt  era, en cambio,    mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto  tiene mucha    importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente    familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda  estupefacción,    mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A  todos nos    divertía muchísimo.
   Digo «divertía»,  pero apenas si sé    cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se  reía más   de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus  opiniones,    pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada  bonita,    sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a  todos era    cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se  pensaba,    claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no  residía en    eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo    centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se  había casado    con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa  era más    que merecedora de cariño.
   Pensando en estas  frases de mi amigo    me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que  estuviera    perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan  refinado, tan    intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo  imperfecto,    con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama  parecía muy    enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo  al    citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor  Wyatt». La    palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas  expresiones-    «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que él  la    evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su     camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a  su    esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.
   De lo que había  visto y oído extraje    la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable  capricho del    destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como  fantástico,    se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no  había    tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva    repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero  no por    ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque  de La    última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.
   Un día subió Wyatt  al puente y,    luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos a  andar de    un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las     circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono  malhumorado y    haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba  penosamente por    sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba  que fuera    incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a  sondearlo    a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja  oblonga,    a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada  víctima    de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir  mis    baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al  pronunciar    estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo,  todo esto    mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.
   La manera con que  Wyatt recibió tan    inocente broma me convenció al punto de que se había vuelto loco.  Primeramente    me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi    observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose  lentamente paso    en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. Su  rostro    se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo  había    insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi    estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos  minutos.    Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me  esforzaba por    levantarle, tuve la impresión de que había muerto.
   Pedí auxilio y,  con mucho trabajo,    le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar  incoherentemente,    hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se  había    recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud  física. De su    mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el  resto del    viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir  plenamente    conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a  los    restantes pasajeros.
   Inmediatamente  después de la crisis    de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la  curiosidad    que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso  por    haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos  noches no    pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón  comedor,    como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas  de Wyatt    comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del  principal por    una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de  noche.    Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba    acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se  inclinaba en    ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición,  sin que    nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en  una    posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría  siempre, a    causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e  incluso    esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos  noches   (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso  de las    once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y  entraba    en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en  que    Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina.  Resultaba    claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones  aparte,    sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso  residía,    después de todo, el misterio del camarote suplementario.
   Mucho me interesó,  además, otra    circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he aludido, e    inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer  camarote,    atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban  del de    su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente  su    significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja  oblonga    mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna materia     algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.
   A fuerza de  escuchar me pareció que    podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y  también    cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su  cabina. Me    di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa  contra los    tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de  depositarla con    toda suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso  seguía un    profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer,  como no    fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o  suspiros,    tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara  de un    producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en  sollozos o    suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía  pensar en    una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se  entregaba    a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo     artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el  tesoro    pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que  justificara un    rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una  alucinación    de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En  las dos    noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a  colocar    la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus  agujeros por    medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote    completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se  hallaba en la    otra cabina.
   Llevábamos siete  días en el mar y    habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo  viento del    sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó    desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento  se hizo    más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y  el    trinquete.
   Con este velamen  navegamos sin mayor    peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy  marino    y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se  transformó en    huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de  tal modo    a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas  enormes,    en rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres,  aparte de    quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos    recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que  nos obligó    a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el  barco    capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.
   Pero el huracán  mantenía toda su    fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la enjarciadura  estaba    en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la  tempestad,    a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la  borda    nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar  de    desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de  lograrlo, el    carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la  sentina.    Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que  apenas    servían.
   Todo era ahora  confusión y angustia,    pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda  la    mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban.  Todo esto    se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de  agua    continuaba inundando la cala.
   A la puesta del  sol el huracán había    amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos todavía    esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche las nubes  se    abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la  luna llena,    lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.
   Después de una  increíble labor    pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a la  totalidad    de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la  chalupa y,    al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a  Ocracoke    Inlet, tres días después del naufragio.
   Catorce pasajeros  quedamos a bordo    con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa.  Lo    botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar  el agua,    y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un  oficial    mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de  color.
   Como es natural,  no había allí    espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles,    provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado  siquiera    en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando,  apenas    alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del  bote y,    fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al  barco para    embarcar su caja oblonga!
   -Siéntese usted,  señor Wyatt    -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer  zozobrar el    bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
   -¡La caja!  -vociferó Wyatt, siempre    de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo  que le    pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una nada! ¡Por la  madre    que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera... le  imploro    que volvamos a buscar la caja!
   Durante un momento  el capitán    pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su aire  adusto y    replicó:
   -Señor Wyatt,  usted está loco,   y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote!  ¡Vosotros,    sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
   En efecto, al  decir el capitán estas    palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos al  socaire    del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una  cuerda que    colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría  frenéticamente    hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.
   Entretanto  habíamos sido llevados    hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos    inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por  acercarnos    otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de  la    tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del  infortunado    artista estaba sellado.
   A medida que  aumentaba nuestra    distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que sólo  podíamos    considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas  que    parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga.  Mientras lo    contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba    rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su  cuerpo.    Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo  instantáneamente y para    siempre.
   Por un momento  detuvimos el    movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama. Por  fin    reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera  una    palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.
   -¿Reparó usted,  capitán, en cómo se    hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un  momento,    tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba  a la    caja y se confiaba así al mar.
   -Por supuesto que  se hundieron, y    con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo  volverán    a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.
   -¡La sal!  -exclamé.
   -¡Sh...! -dijo el  capitán,    señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas  cosas en    un momento más oportuno.
   Mucho sufrimos, y  escapamos por muy    poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual que a  nuestros    camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días  de    horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke  Island.    Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y     finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.
   Un mes después de  la pérdida del    Independence, me encontré casualmente en Broadway con el capitán  Hardy.    Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en  especial,    sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de  los    detalles siguientes:
   El artista había  tomado pasaje para    él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había  descrito,    su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la  mañana del    14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora  Wyatt    enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de  dolor,    pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era     necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada,  aunque, por    otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría  hacerlo    abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el  barco antes    de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.
   En este dilema, el  capitán Hardy    consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre  espesas    capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a  bordo como    si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento  de la    dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y  su    esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de  esta    última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel    voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido  tomado para    la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se     supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus    posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente  desconocida para    los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar  previamente.
   En cuanto a mi  engaño, nació de un    temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde     entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que  me    vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica  resonará    para siempre en mis oídos.
   FIN
2:25
Taro en Maya



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