Sentía náuseas, náuseas de  muerte    después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me  permitieron    sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la  atroz    sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron  mis    oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció  fundirse    en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea  de    revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el  ronroneo    de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de  oír. Pero    al mismo tiempo pude ver... ¡aunque con qué terrible exageración! Vi  los    labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos... más  blancos    que la hoja sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo  grotesco;    finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable  resolución,    de absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de  lo que    para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi  torcerse    mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi  nombre,    y me estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos  momentos    de horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las  negras    colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión  recayó    en las siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron  símbolos de    caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero  entonces,    bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que  todas mis    fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería    galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros  espectros de    cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos.  Como    una profunda nota musical penetró en mi fantasía la noción de que la  tumba    debía ser el lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a  poco y    sigiloso, de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo  plenamente;    pero, en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a abrigarlo,  las    figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las  altas    bujías se hundieron en la nada, mientras sus llamas desaparecían, y me     envolvió la más negra de las tinieblas. Todas mis sensaciones fueron  tragadas    por el torbellino de una caída en profundidad, como la del alma en el  Hades. Y    luego el universo no fue más que silencio, calma y noche.
   Me había  desmayado, pero no puedo    afirmar que hubiera perdido completamente la conciencia. No trataré de  definir    lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la había  perdido por    completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo...  ¡hasta la    muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no  existe la    inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los  sopores,    rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más  tarde (tan    frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber  soñado. Cuando    volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos momentos:  primero,    el del sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo, el  de la    existencia física. Es probable que si al llegar al segundo momento  pudiéramos    recordar las impresiones del primero, éstas contendrían multitud de  recuerdos    del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo  menos,    distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las impresiones de lo que  he    llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto de la  voluntad,    ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo,  mientras nos    maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha    desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente  familiares    en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las    melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará  mientras    respira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente  ante el    sentido de una cadencia musical que jamás había llamado antes su  atención.
   Entre frecuentes y  reflexivos    esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para apresar algún  vestigio    de ese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi  alma, ha    habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos  períodos    en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior,  sólo    podían referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas  sombras de    recuerdo me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me     llevaron en silencio, descendiendo... descendiendo... siempre  descendiendo...    hasta que un horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo  interminable de    ese descenso. También evocan el vago horror que sentía mi corazón,    precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene  luego una    sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas, como si  aquellos    que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los  límites    de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su tarea. Después de  esto viene    a la mente como un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura  -la    locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.
   Súbitamente, el  movimiento y el    sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi  corazón y,    en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo  era    confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de  hormigueo en    todo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin  pensamiento; algo    que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un     espanto estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi  verdadera    situación. A esto sucedió un profundo deseo de recaer en la  insensibilidad.    Otra vez un violento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme,  hasta    conseguirlo. Y entonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces,  las    colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido  de lo    que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y un obstinado  esfuerzo, me    han permitido vagamente recordar.
   Hasta ese momento  no había abierto    los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué  la mano,    que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún  tiempo,    mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de  mí.    Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa  primera    mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar  cosas    horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada     que ver. Por fin, lleno de atroz angustia mi corazón, abrí de golpe  los ojos,    y mis peores suposiciones se confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de  una noche    eterna. Luché por respirar; lo intenso de aquella oscuridad parecía  oprimirme    y sofocarme. La atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé  inmóvil,    esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición,  buscando    deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La sentencia  había sido    pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había  transcurrido largo    tiempo. Pero ni siquiera por un momento me consideré verdaderamente  muerto.    Semejante suposición, no obstante lo que leemos en los relatos  ficticios, es    por completo incompatible con la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y  en qué    situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados  morían en    un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la misma noche de  mi    proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo    sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto  vi que    era imposible. En aquel momento había una demanda inmediata de  víctimas. Y,    además, mi calabozo, como todas las celdas de los condenados en  Toledo, tenía    piso de piedra y la luz no había sido completamente suprimida.
   Una horrible idea  hizo que la sangre    se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí  en la    insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me  levanté y    tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada,  pero no    me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran las  paredes    de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la  frente    empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó  por    volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los  brazos    tendidos, desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil  rayo de    luz. Anduve así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y  vacío.    Respiré con mayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi  destino no    era el más espantoso de todos.
   Pero entonces,  mientras seguía    avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los mil vagos  rumores de    las cosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban  sobre    los calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que no  por eso    eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo  en voz    baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de  tiniebla, o    quizá me aguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el  carácter    de mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y una  muerte    mucho más amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me  enloquecía    era el modo y la hora de esa muerte.
   Mis manos  extendidas tocaron, por    fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra,  sumamente    liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la  desconfianza    que antiguos relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba  oportunidad de    asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la  vuelta y    retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era  uniforme y    lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me     condujeron a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en  lugar de    mis ropas tenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir  la hoja    en alguna juntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de  partida.    Pero, de todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en  el    desorden de mi mente me pareció insuperable en el primer momento.  Arranqué un    pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto  con    respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi celda, no  dejaría de    encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo que, por lo  menos,    pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y con mi  debilidad. El    suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero  luego    trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado  y el    sueño no tardó en dominarme.
   Al despertar y  extender un brazo    hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado  exhausto para    reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después  reanudé    mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo  de    estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y  dos    pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al  trozo de    género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por  cada dos    pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas.  No    obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no  podía    hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así  pues no    podía impedirme pensar que lo era.
   Poca finalidad y  menos esperanza    tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a    continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por  uno de    sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues aunque el  piso    parecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa  del    limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza,  esforzándome    por seguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce  pasos    en esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las  piernas.    Trastabillando, caí violentamente de bruces.
   En la confusión  que siguió a la    caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más  tarde, y    cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el  mentón    apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior  de mi    cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de  la    mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que  bañaba mi    frente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos  podridos    penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al  descubrir que    me había desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya  profundidad    me era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería  que    bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al  abismo.    Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su  descenso las    paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual  sucedieron    sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de  abrirse y    cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de  luz    cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la  misma    precipitación.
   Comprendí  claramente el destino que    me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias  al    oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no  hubiera vuelto    a saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente  las    características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en  los    relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las víctimas de  su    tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena de horrorosos    sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales  todavía más    atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos  me habían    desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el sonido de mi  propia voz    para hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto  ideal    para la clase de torturas que me aguardaban.
   Estremeciéndome de  pies a cabeza, me    arrastré hasta volver a tocar la pared, resuelto a perecer allí antes  que    arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que mi  imaginación    concebía ahora más de uno- situados en distintos lugares del calabozo.  De    haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el  coraje para    acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esos  abismos;    pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampoco  podía    olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible    disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
   La agitación de mi  espíritu me    mantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente acabé por  adormecerme.    Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua.  Me    consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua  debía    contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí  irresistiblemente    adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la  muerte. No    sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los  objetos que    me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo  origen me    fue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y  el    aspecto de mi cárcel.
   Mucho me había  equivocado sobre su    tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unas  veinticinco    yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana preocupación.  Vana,    sí, pues nada podía tener menos importancia, en las terribles  circunstancias    que me rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi  espíritu se    interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el  error que    había podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad.  En la    primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos  hasta el    momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a  uno o    dos pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido casi    completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí  emprender    el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos,  y así    fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño.  La    confusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado  mi vuelta    teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la  derecha.    También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las  paredes    había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar  presentaba una    gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre  alguien    que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más que  unas    ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión  tenía forma    cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o  algún    otro metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban  las    depresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía  toscamente    pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la  sepulcral    superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las figuras  de    demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía más  terribles    recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de  aquellas    monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían     borrosos y vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese  afectado.    Noté asimismo que el suelo era de piedra. En el centro se abría el  pozo    circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de  escapar; pero    no había ningún otro en el calabozo.
   Vi todo esto sin  mucho detalle y con    gran trabajo, pues mi situación había cambiado grandemente en el curso  de mi    sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre una  especie de    bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que  parecía    un cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi  cuerpo,    dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con  gran    trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de  barro a    mi alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de  agua. Y    digo espanto porque la más intolerable sed me consumía. Por lo visto,  la    intención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida  del plato    consistía en carne sumamente condimentada.
   Mirando hacia  arriba observé el    techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y  su    construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles  aparecía    una extraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La  pintura    representaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez  de    guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo,  semejante a    los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la  apariencia de    aquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras la  miraba    directamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada  exactamente    sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta  impresión    se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente,  lenta. Lo    observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al  fin, de    contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes  objetos de    la celda.
   Un ligero ruido  atrajo mi atención    y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habían  salido del    pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún  entonces,    mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y  con ojos    famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo  ahuyentarlas    del plato de comida.
   Habría pasado una  media hora, quizá    una hora entera -pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-,  antes de    volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y  me llenó    de asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente,  en una    yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande.  Pero lo    que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendido    perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror-  que su    extremidad inferior estaba constituida por una media luna de  reluciente acero,    cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como  una    navaja, el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba  ensanchando    hasta rematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado  vástago    de bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el  aire.
   Ya no me era  posible dudar del    destino que me había preparado el ingenio de los monjes para la  tortura. Los    agentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo.  El    pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan  obstinado    como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de  los    castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más  casual    de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la  sorpresa,    la brusca precipitación en los tormentos, constituían una parte  importante de    las grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No  habiendo    caído en el pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con    precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra  alternativa, me    esperaba ahora un final diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi  me    sonreí en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la  palabra.
   ¿De qué vale  hablar de las largas,    largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté las     zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso  que    sólo podía apreciarse después de intervalos que parecían siglos... más  y más    íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos  días- antes    de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre  aliento. El    olor del afilado acero penetraba en mis sentidos... Supliqué,  fatigando al    cielo con mis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente.  Me volví    loco, me exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en  el camino    de la horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me  mantuve    inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito     juguete.
   Siguió otro  intervalo de total    insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida noté  que no se    había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin  embargo,    haber durado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al  tanto de    mi desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al  despertarme    me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una  prolongada    inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana  ansiaba    alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo  que me lo    permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían  dejado    las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi  mente un    pensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué  tenía yo    que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas  formado;    muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí  que era de    alegría, de esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de  extinguirse    en plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo.  El    prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis  facultades    mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.
   La oscilación del  péndulo se cumplía    en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba  orientada    de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la estameña de mi     sayo..., retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra  vez... A    pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la  sibilante    violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de  hierro,    todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa  altura de    mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a  prolongar mi    reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si  al    hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de  acero.    Me obligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando  pasara    cortando el género y la especial sensación de estremecimiento que  produce en    los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades  hasta el    límite de mi resistencia.
   Bajaba... seguía  bajando suavemente.    Sentí un frenético placer en comparar su velocidad lateral con la del    descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el  aullido de    un espíritu maldito... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del  tigre.    Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me  dominara.
   Bajaba... ¡Seguro,  incansable,    bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con  violencia,    furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a  partir    del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi  lado,    hasta la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del  codo,    hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido  pretender    atajar un alud!
   Bajaba... ¡Sin  cesar,    inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me  encogía    convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera  hacia    arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación;  mis    párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la  muerte    hubiera sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis  nervios se    estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento  del    mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho.  Era la   esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi  cuerpo. Era    la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del  suplicio,    que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos  de la    Inquisición.
   Vi que después de  diez o doce    oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el  mismo    momento en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la  penetrante    calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas  -quizá    días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la  banda o    cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no  estaban    constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la afiladísima  media    luna sobre cualquier porción de la banda bastaría para soltarla, y con  ayuda    de mi mano izquierda podría desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible,  en ese    caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado de la más leve  lucha!    Y luego, ¿era verosímil que los esbirros del torturador no hubieran  previsto y    prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi  pecho en el    justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi  débil    y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo  bastante    para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis  miembros y mi    cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el     péndulo.
   Apenas había  dejado caer hacia atrás    la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir  como la    informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido  previamente y de    la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé  la    comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo  estaba    presente, débil, apenas sensato, apenas definido... pero entero.    Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí a     ejecutarlo.
   Durante horas y  horas, cantidad de    ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera  sobre el    cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus  rojas    pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para     convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado  en el    pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían  devorado el    contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado  como un    abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del  movimiento le    hizo perder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me  clavaban sus    afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y    especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras  allí    donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo,     permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento.
   Los hambrientos  animales se    sintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el cambio... la  cesación    de movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron  en el    pozo. Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo  contado con su    voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las mas  atrevidas    saltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como  la señal    para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en  renovados    contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a     centenares sobre mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no  las    molestaba para nada. Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las  untadas    ligaduras. Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más     grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban  mis    labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el  cual no    existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa  viscosidad    mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con  toda    claridad percibí que las ataduras se aflojaban. Me di cuenta de que  debían de    estar rotas en más de una parte. Pero, con una resolución que excedía  lo    humano, me mantuve inmóvil.
   No había errado en  mis cálculos ni    sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. El  cíngulo    colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo     alcanzaba mi pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba  ahora la    tela de la camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor  recorrió    mis nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la  mano,    mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular,  cauteloso, y    encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis  ligaduras,    más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba     libre.
   Libre... ¡y en las  garras de la    Inquisición! Apenas me había apartado de aquel lecho de horror para  ponerme de    pie en el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica  máquina, y    la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más  allá del    techo. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a  pecho.    Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si  había    escapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado  a otra    que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé  nerviosamente    los ojos por las barreras de hierro que me encerraban. Algo insólito,  un    cambio que, al principio, no me fue posible apreciar claramente, se  había    producido en el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una  temblorosa y    vaga abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En  estos    momentos pude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz  que    iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho,  que    rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales  parecían -y    en realidad estaban- completamente separadas del piso. A pesar de  todos mis    esfuerzos, me fue imposible ver nada a través de la abertura.
   Al ponerme otra  vez de pie comprendí    de pronto el misterio del cambio que había advertido en la celda. Ya  he dicho    que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran    suficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos.  Pero    ahora esos colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que  crecía    más y más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un  aspecto que    hubiera quebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos  demoniacos, de    una salvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil    direcciones, donde ninguno había sido antes visible, y brillaban con  el    cárdeno resplandor de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a  concebir como    irreal.
   ¡Irreal...! Al    respirar llegó a  mis narices el olor    característico del vapor que surgía del hierro recalentado... Aquel  olor    sofocante invadía más y más la celda... Los sangrientos horrores  representados    en las paredes empezaron a ponerse rojos... Yo jadeaba, tratando de  respirar.    Ya no me cabía duda sobre la intención de mis torturadores.  ¡Ah, los    más implacables, los más demoniacos entre los hombres! Corrí hacia el  centro    de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi  pensamiento la    horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo  invadió    mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome,  miré hacia    abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos  huecos.    Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a  comprender    el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso,  avanzó    poco a poco hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida  razón.    ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo... todo menos eso! Con un  alarido,    salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando  amargamente.
   El calor crecía  rápidamente, y una    vez más miré a lo alto, temblando como en un ataque de calentura. Un  segundo    cambio acababa de producirse en la celda..., y esta vez el cambio  tenía que    ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me  esforzara por    apreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis  dudas no    duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de  mi doble    escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de  los    Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi  que dos de    sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por    consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba  rápidamente, con un    resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su  forma por    la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni  deseaba    que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes,  como si    fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier  muerte,    menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos  hierros al    rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso  resistir    su fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se  iba    achatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para  mirar. Su    centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto  abismo. Me    eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban  irresistiblemente a    avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de  asidero    para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía  de mi    alma se expresó en un agudo, prolongado alarido final de  desesperación. Sentí    que me tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...
   ¡Y oí un  discordante clamoreo de    voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un  áspero    chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes  retrocedieron!    Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me    precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés  acababa    de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos.
   FIN
1:47
Taro en Maya



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