Aun    entre los pensadores más sosegados, pocos hay que alguna vez no se  hayan    sorprendido al comprobar que creían a medias en lo sobrenatural -de  manera    vaga pero sobrecogedora-, basándose para ello en coincidencias de     naturaleza tan asombrosa que, en cuanto meras coincidencias, el     intelecto no ha alcanzado a aprehender. Tales sentimientos (ya que las     creencias a medias de que hablo no logran la plena fuerza del  pensamiento)   nunca se borran del todo hasta que se los explica por la doctrina  de las    posibilidades. Ahora bien, este cálculo es puramente matemático en  esencia, y    así nos encontramos con la anomalía de que la ciencia más rígida y  exacta se    aplica a las sombras y vaguedades de la especulación más intangible.
   Los  extraordinarios detalles que me    toca dar a conocer constituyen, por lo que se refiere al tiempo, la  rama    principal de una serie de coincidencias apenas comprensibles,  cuya rama    secundaria o final reconocerán todos los lectores en el reciente  asesinato de   Mary Cecilia Rogers, en Nueva York.
   Cuando en un  relato titulado «Los    crímenes de la calle Morgue», publicado hace un año, traté de poner de     manifiesto algunas notables características de la mentalidad de mi  amigo, el   chevalier C. Auguste Dupin, no se me ocurrió que volvería jamás  a    ocuparme del tema. Era mi intención describir esas características, y  su    objeto fue plenamente logrado dentro de la terrible serie de  circunstancias    que pusieron de manifiesto el modo de ser de Dupin. Podría haber  aducido otros    ejemplos, pero no hubieran resultado más probatorios. Los recientes  sucesos,    sin embargo, con su sorprendente desarrollo, me obligan a proporcionar  nuevos    detalles que tendrán la apariencia de una confesión forzada. Pero,  luego de lo    que he oído en estos últimos tiempos, sería verdaderamente extraño que     guardara silencio sobre lo que vi y oí hace mucho.
   Una vez resuelta  la tragedia de la    muerte de madame L’Espanaye y su hija, Dupin se despreocupó  inmediatamente del    asunto y recayó en sus viejos hábitos de melancólica ensoñación. Por  mi parte,    inclinado como soy a la abstracción, no dejé de acompañarlo en su  humor;    seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el Faubourg  Saint-Germain, y    abandonamos toda preocupación por el futuro para sumergirnos  plácidamente en    el presente, reduciendo a sueños el mortecino mundo que nos rodeaba.
   Estos sueños, sin  embargo, solían    interrumpirse. Fácilmente se imaginará que el papel desempeñado por mi  amigo    en el drama de la rue Morgue no había dejado de impresionar a la  policía    parisiense. El nombre de Dupin se había vuelto familiar a todos sus  miembros.    La sencilla naturaleza de aquellas inducciones por la cuales había  desenredado    el misterio no fue nunca explicado por Dupin a nadie, fuera de mí -ni  siquiera    al prefecto-, por lo cual no sorprenderá que su intervención se  considerara    poco menos que milagrosa, o que las aptitudes analíticas del chevalier     le valieran fama de intuitivo. Su franqueza lo hubiera llevado a  desengañar a    todos los que creyeran esto último, pero su humor indolente lo alejaba  de la    reiteración de un tópico que había dejado de interesarle hacía mucho.  Fue así    como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y  en no    pocos casos la prefectura trató de contratar sus servicios. Uno de los     ejemplos más notables lo proporcionó el asesinato de una joven llamada  Marie    Rogêt.
   El hecho ocurrió  unos dos años    después de las atrocidades de la rue Morgue. Marie, cuyo nombre y  apellido    llamarán inmediatamente la atención por su parecido con los de la  infortunada    vendedora de cigarros de Nueva York, era hija única de la viuda  Estelle Rogêt.    Su padre había muerto cuando Marie era muy pequeña, y desde entonces  hasta    unos dieciocho meses antes del asesinato que nos ocupa, madre e hija  habían    vivido juntas en la rue Pavee Saint André,    donde la señora Rogêt, ayudada por la joven, dirigía una pensión. Las  cosas    siguieron así hasta que Marie cumplió veintidós años, y su gran  belleza atrajo    la atención de un perfumista que ocupaba uno de los negocios en la  galería del    Palais Royal, cuya clientela principal la constituían los peligrosos    aventureros que infestaban la vecindad. Monsieur Le Blanc    no ignoraba las ventajas de que la bella Marie atendiera la  perfumería, y su    generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven, aunque su  madre no    dejó de mostrar alguna vacilación.
   Las previsiones  del comerciante se    cumplieron, y sus salones no tardaron en hacerse famosos gracias a los     encantos de la vivaz grisette. Un año llevaba ésta en su  empleo, cuando    sus admiradores quedaron confundidos por su brusca desaparición.  Monsieur Le    Blanc no se explicaba su ausencia, y madame Rogêt estaba llena de  ansiedad y    terror. Los periódicos se ocuparon inmediatamente del asunto y la  policía    empezaba a efectuar investigaciones cuando, una semana después de su    desaparición, Marie se presentó otra vez en la perfumería y reanudó  sus    tareas, dando la impresión de hallarse perfectamente bien, aunque su  expresión    reflejaba cierta tristeza. Como es natural, toda indagación fue  inmediatamente    suspendida, salvo las de carácter privado. Monsieur Le Blanc se mostró     imperturbable y no dijo una palabra. A todas las preguntas formuladas,  tanto    Marie como su madre respondieron que la primera había pasado la semana  con    parientes que vivían en el campo. La cosa acabó ahí y fue bien pronto    olvidada, sobre todo porque la joven, deseosa de evitar las  impertinencias de    la curiosidad, no tardó en despedirse definitivamente del perfumista y  buscó    refugio en casa de su madre, en la rue Pavee Saint André.
   Habrían pasado  cinco meses de su    retorno al hogar, cuando alarmó a sus amigos una segunda y no menos  brusca    desaparición. Pasaron tres días sin que se tuviera noticia alguna. Al  cuarto    día, el cadáver apareció flotando en el Sena,    cerca de la orilla opuesta al barrio de la rue Saint André, en un  punto no muy    alejado de la aislada vecindad de la Barrière du Roule.
   La atrocidad del  crimen (pues desde    un principio fue evidente que se trataba de un crimen), la juventud y    hermosura de la víctima y, sobre todo, su pasada notoriedad,  conspiraron para    producir una intensa conmoción en los espíritus de los sensibles  parisienses.    No recuerdo ningún caso similar que haya provocado efecto tan general y     profundo. Durante varias semanas la discusión del absorbente tema hizo  incluso    olvidar los temas políticos del momento. El prefecto desplegó una  insólita    actividad y, como es natural, los recursos de la policía de París  fueron    empleados en su totalidad.
   Al descubrirse el  cadáver, nadie    supuso que el asesino evadiría por mucho tiempo la investigación    inmediatamente iniciada. Sólo al cumplirse la primera semana se estimó     necesario ofrecer una recompensa, y aun así quedó limitada a la suma  de mil    francos. Entretanto la indagación procedía con vigor, ya que no  siempre con    tino, y numerosas personas fueron interrogadas en vano, mientras la  excitación    popular iba en aumento al advertir que no se daba con la menor clave  que    develara el misterio. Al cumplirse el décimo día se creyó conveniente  doblar    la suma ofrecida. Transcurrió la segunda semana sin llegar a ningún    descubrimiento, y como la animosidad siempre existente en París contra  la    policía se manifestara en una serie de graves disturbios, el prefecto  asumió    personalmente la responsabilidad de ofrecer la suma de veinte mil  francos «por    la denuncia del asesino» o, en caso de que se tratara de más de uno,  «por la    denuncia de cualquiera de los asesinos». En la proclamación de esta  recompensa    se prometía completo perdón a cualquier cómplice que se presentara a  declarar    contra el autor del hecho; al pie del cartel se agregó un segundo, por  el cual    un comité de ciudadanos ofrecía otros diez mil francos de recompensa.  La suma    total alcanzaba, pues, a treinta mil francos, lo cual debe  considerarse    extraordinario teniendo en cuenta la humilde condición de la víctima y  la gran    frecuencia con que en las grandes ciudades acontecen atrocidades de  este    género.
   Nadie dudó  entonces de que el    misterioso asesinato sería inmediatamente esclarecido. Pero, aunque se     efectuaron uno o dos arrestos que prometían buenos resultados, nada  pudo    aclararse que comprometiera a las personas en cuestión, las cuales  recobraron    la libertad. Por más raro que parezca, habían transcurrido tres  semanas desde    el descubrimiento del cuerpo sin que surgiera la menor luz reveladora,  antes    de que el rumor de los acontecimientos que tanto agitaban la opinión  pública    llegara a oídos de Dupin y de mí. Sumidos en investigaciones que  reclamaban    toda nuestra atención, hacía más de un mes que ninguno de los dos  salía a la    calle, recibía visitas o leía los diarios, aparte de una ojeada a los    editoriales políticos. La primera noticia del asesinato nos fue traída  por    G... en persona. Se presentó en la tarde del 13 de julio de 18... y  permaneció    con nosotros hasta muy entrada la noche. Se sentía picado ante el  fracaso de    todos sus esfuerzos por atrapar a los asesinos. Su reputación -según  declaró    con un aire típicamente parisiense- estaba comprometida. Incluso su  honor se    veía mancillado. Los ojos de la sociedad estaban clavados en él y no  había    sacrificio que no estuviese dispuesto a realizar para que el misterio  quedara    aclarado. Terminó su curiosa perorata con un cumplido sobre lo que  denominaba    el tacto de Dupin, y le hizo una proposición tan directa como  generosa,    cuya naturaleza precisa no estoy en condiciones de declarar, pero que  no tiene    relación directa con el tema fundamental de mi relato.
   Mi amigo rechazó  el cumplido lo    mejor que pudo, pero aceptó inmediatamente la proposición, aunque sus  ventajas    eran momentáneas. Arreglado este punto, el prefecto procedió a  ofrecernos sus    explicaciones del asunto, mezcladas con largos comentarios sobre los    testimonios recogidos (que no conocíamos aún). Habló largo tiempo,    indudablemente con mucha sapiencia, mientras yo insinuaba una que otra     sugestión y la noche avanzaba con interminable lentitud. Dupin,  cómodamente    instalado en su sillón habitual, era la encarnación misma de la  atención    respetuosa. No se quitó en ningún momento los anteojos, y una ojeada  ocasional    que lancé por detrás de los cristales verdes bastó para convencerme de  que    dormía tan profunda como silenciosamente, a lo largo de las siete u  ocho    pesadísimas horas que precedieron la partida del prefecto.
   A la mañana  siguiente me procuré en    la prefectura un informe completo de todos los testimonios obtenidos  y, en las    oficinas de los diarios, un ejemplar de cada edición en la cual se  hubieran    publicado noticias importantes sobre el triste caso. Libres de todo lo  que    cabía rechazar de plano, el total de las informaciones era el  siguiente:
   Marie Rogêt  abandonó la casa de su    madre en la rue Pavee Saint André hacia las nueve de la mañana del  domingo 22    de junio de 18... Al salir informó a un señor Jacques St. Eustache    -y solamente a él-  que tenía intención de pasar el día en casa de una tía que    habitaba en la rue des Drômes. Esta calle, angosta y breve pero muy  populosa,    no está lejos de la orilla del río y queda a unas dos millas  -siguiendo la    línea más directa posible- de la pensión de madame Rogêt. St. Eustache  era el    novio oficial de Marie, y vivía en la pensión donde asimismo almorzaba  y    cenaba. Quedó convenido que iría a buscar a su prometida al anochecer,  para    acompañarla de regreso. Aquella tarde, empero, se puso a llover  copiosamente    y, al suponer que Marie se quedaría en casa de su tía (como lo había  hecho en    circunstancias similares), su novio no creyó necesario mantener su  promesa. A    medida que avanzaba la noche, oyóse decir a madame Rogêt (que era una  anciana    achacosa, de setenta años) «que no volvería a ver nunca más a Marie»;  pero en    el momento nadie tomó en cuenta su observación.
   El lunes se supo  con certeza que la    muchacha no había estado en la rue des Drômes, y cuando transcurrió el  día sin    noticias de ella se inició una tardía búsqueda en distintos puntos de  la    ciudad y alrededores. Pero sólo al cuarto día de la desaparición se  tuvieron    las primeras noticias concretas. Ese día (miércoles, 25 de junio), un  señor    Beauvais,    que en unión de un amigo había estado haciendo indagaciones sobre  Marie cerca    de la Barrière du Roule, en la orilla del Sena opuesta a la rue Pavee  Saint    André, fue informado de que unos pescadores acababan de extraer y  llevar a la    orilla un cadáver que había aparecido flotando en el río. En presencia  del    cuerpo, y luego de alguna vacilación, Beauvais lo identificó como el  de la    muchacha de la perfumería. Su amigo la reconoció antes que él.
   El rostro estaba  cubierto de sangre    coagulada, parte de la cual salía de la boca. No se advertía ninguna  espuma,    como ocurre con los ahogados. Los tejidos celulares no estaban  decolorados.    Alrededor de la garganta se advertían magulladuras y huellas de dedos.  Los    brazos estaban doblados sobre el pecho y rígidos. La mano derecha  aparecía    cerrada; la izquierda, abierta en parte. En la muñeca izquierda había  dos    excoriaciones circulares, aparentemente causadas por cuerdas o por una  cuerda    pasada dos veces. Parte de la muñeca derecha aparecía también muy  excoriada,    lo mismo que toda la espalda y en especial los omoplatos. Al traer el  cuerpo a    la orilla los pescadores lo habían atado con una soga, pero ninguna de  las    excoriaciones había sido producida por ésta. El cuello aparecía  sumamente    hinchado. No se veía ninguna herida, ni contusiones que provinieran de  golpes.    Alrededor del cuello se encontró un cordón atado con tanta fuerza que  no se    alcanzaba a distinguirlo, de tal modo estaba incrustado en la carne;  había    sido asegurado con un nudo situado exactamente debajo de la oreja  izquierda.    Esto solo hubiera bastado para provocar la muerte. El testimonio  médico dejó    expresamente establecida la virtud de la difunta, expresando que había  sido    sometida a una brutal violencia. Al ser encontrado el cuerpo se  hallaba en un    estado que no impedía su identificación por parte de sus conocidos.
   Las ropas de la  víctima aparecían    llenas de desgarrones y en desorden. Una tira de un pie de ancho había  sido    arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la cintura,  pero no    desprendida por completo. Aparecía arrollada tres veces en la cintura y     asegurada mediante una especie de ligadura en la espalda. La bata que  Marie    llevaba debajo del vestido era de fina muselina; una tira de dieciocho     pulgadas de ancho había sido arrancada por completo de esta prenda, de  manera    muy cuidadosa y regular. Dicha tira apareció alrededor del cuello,  pero no    apretada, aunque había sido asegurada con un nudo firmísimo. Sobre la  tira de    muselina y el cordón había un lazo procedente de una cofia, que aún  colgaba de    él. Dicho lazo estaba asegurado con un nudo de marinero, y no con el  que    emplean las señoras.
   Luego de  identificado, el cadáver no    fue conducido a la morgue, como se acostumbraba, ya que la formalidad  parecía    superflua, sino enterrado presurosamente no lejos del lugar donde  fuera    extraído del agua. Gracias a los esfuerzos de Beauvais, el asunto se  mantuvo    cuidadosamente en secreto y transcurrieron varios días antes de que el  interés    público despertara. Un semanario, sin embargo,    se ocupó por fin del tema; exhumóse el cadáver, procediéndose a un  nuevo    examen del mismo, pero nada se agregó a lo anteriormente conocido. Mas  esta    vez se mostraron las ropas a la madre y amigos de Marie, quienes las    identificaron como las que vestía la muchacha al abandonar su casa.
   La agitación,  entre tanto, aumentaba    de hora en hora. Numerosas personas fueron arrestadas y puestas  nuevamente en    libertad. St. Eustache, en especial, provocaba vivas sospechas, pues  en un    comienzo fue incapaz de explicar satisfactoriamente sus movimientos a  lo largo    del domingo en que Marie salió de su casa. Más tarde, empero, presentó  a    monsieur G... testimonios escritos que daban cuenta clara de cada hora  del día    en cuestión. A medida que transcurría el tiempo sin que se hiciera el  menor    descubrimiento, empezaron a circular mil rumores contradictorios, y  los    periodistas se entregaron a la tarea de proponer sugestiones. Entre     ellas, la que más llamó la atención fue la de que Marie Rogêt estaba  todavía    viva, y que el cuerpo hallado en el Sena correspondía a alguna otra    desventurada mujer. Creo oportuno someter al lector los pasajes que  contienen    la sugestión aludida. Son transcripción literal de artículos  aparecidos en    L’Etoile,    periódico  redactado    habitualmente con mucha competencia.
   «Mademoiselle  Rogêt abandonó la casa    de su madre en la mañana del domingo 22 de junio, con el ostensible  propósito    de visitar a su tía o a algún otro pariente en la rue des Drômes.  Desde esa    hora, nadie parece haber vuelto a verla. No hay la menor huella ni  noticia.    Hasta la fecha, por lo menos, no se ha presentado nadie que la haya  visto una    vez que salió de la casa materna. Ahora bien, aunque carecemos de  testimonios    de que Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las nueve  de la    mañana del domingo 22 de junio, hay pruebas de que lo estaba hasta esa  hora.    El miércoles, a mediodía, un cuerpo de mujer fue descubierto a flote  cerca de    la orilla de la Barrière du Roule. Aun presumiendo que Marie Rogêt  fuera    arrojada al río dentro de las tres horas siguientes a la salida de su  casa,    esto significa un término de tres días, hora más o menos, desde el  momento en    que abandonó su hogar. Pero sería absurdo suponer que el asesinato (si  se    trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para  permitir a    los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de medianoche.  Quienes    cometen tan horribles crímenes prefieren la oscuridad a la luz...  Vemos así    que, si el cuerpo hallado en el río era el de Marie Rogêt, sólo  pudo    estar en el agua dos días y medio, o tres como máximo. Las  experiencias han    demostrado que los cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua     inmediatamente después de una muerte violenta, requieren de seis a  diez días    para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para  devolverlos a    la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde  hay un    cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o  seis    días, volverá a hundirse si no se lo amarra. Preguntamos ahora: ¿qué  pudo    determinar semejante alteración en el curso natural de las cosas? Si  el    cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta la  noche    del martes, no habría dejado de aparecer en la costa alguna huella de  los    asesinos. Asimismo, resulta dudoso que el cuerpo hubiera subido tan  pronto a    flote, aun lanzado al agua después de dos días de producida la muerte.  Y, lo    que es más, parece altamente improbable que los miserables capaces de    semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún  peso para    mantenerlo sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad.»
   El articulista  continúa arguyendo    que el cuerpo debió de estar en el agua «no solamente tres días, sino,  por lo    menos, cinco veces ese tiempo», pues aparecía tan descompuesto que  Beauvais    tuvo gran dificultad para identificarlo. Este último punto, empero,  fue    plenamente refutado. Continúo traduciendo:
   «¿En qué se basa,  pues, monsieur    Beauvais para afirmar que no duda de que el cuerpo es el de Marie  Rogêt?    Sabemos que procedió a desgarrar la manga del vestido y que afirmó que  había    advertido en el brazo marcas que probaban su identidad. El público  habrá    pensado que se trataba de alguna cicatriz o cicatrices. Pero monsieur  Beauvais    se limitó a frotar el brazo y comprobar que tenía vello, lo  cual es el    detalle menos concluyente que nos sea dado imaginar y tan poco  probatorio como    encontrar el brazo dentro de la manga. Monsieur Beauvais no regresó  esa noche,    pero hizo saber a madame Rogêt, a las siete de la tarde del miércoles,  que se    continuaba la investigación referente a su hija. Si concedemos que,  dada su    edad y su aflicción, madame Rogêt no podía identificar personalmente  el cuerpo    (lo cual es conceder mucho), cabe suponer que bien podía haber alguna  otra    persona o personas que consideraran necesario hacerse presentes y  seguir de    cerca la investigación si creían que el cadáver era el de Marie. Pero  nadie se    presentó. No se dijo ni se oyó una sola palabra sobre el asunto en la  rue    Pavee Saint André, nada que llegara a conocimiento de los ocupantes de  la    misma casa. Monsieur St. Eustache, el prometido de Marie, que habitaba  en la    pensión de su madre, declara que no supo nada del descubrimiento del  cuerpo de    su novia hasta que, a la mañana siguiente, monsieur Beauvais entró en  su    habitación y le comunicó la noticia. Se diría que semejante noticia  fue    recibida con suma frialdad.»
   De esta manera, el  articulista se    esforzaba por crear la impresión de una cierta apatía por parte de los     parientes de Marie, contradictoria con la suposición de que dichos  parientes    creían que el cadáver era el de la joven. Las insinuaciones pueden  reducirse a    lo siguiente: Marie, con la complicidad de sus amigos, se había  ausentado de    la ciudad por razones que implicaban un cargo contra su castidad. Al  aparecer    en el Sena un cuerpo que se parecía algo al de la muchacha, sus     parientes habían aprovechado la oportunidad para impresionar al  público con el    convencimiento de su muerte. Pero L’Etoile volvía a  apresurarse.    Probóse claramente que la aludida apatía no era tal; que la madre de  Marie    estaba muy débil y tan afligida que era incapaz de ocuparse de nada;  que St.    Eustache, lejos de haber recibido fríamente la noticia, hallábase en  tal    estado de desesperación y se conducía de una manera tan extraviada,  que    monsieur Beauvais debió pedir a un amigo y pariente que no se separara  de su    lado y le impidiera presenciar la exhumación del cadáver. L’Etoile    afirmaba, además, que el cuerpo había sido nuevamente enterrado a  costa del    municipio, que la familia había rechazado de plano una ventajosa  oferta de    sepultura privada, y que en la ceremonia no había estado presente  ningún    miembro de la familia. Pero todo eso, publicado a fin de reforzar la  impresión    que el periódico buscaba producir, fue satisfactoriamente refutado. Un  número    posterior del mismo diario trataba de arrojar sospechas sobre el mismo     Beauvais. El redactor manifestaba:
   «Se ha producido  una novedad en este    asunto. Nos informan que, en ocasión de una visita de cierta madame  B... a la    casa de madame Rogêt, monsieur Beauvais, que se disponía a salir, dijo  a la    primera nombrada que no tardaría en venir un gendarme, pero que no  debía decir    una sola palabra hasta su regreso, pues él mismo se ocuparía del  asunto. En el    estado actual de cosas, monsieur Beauvais parece ser quien tiene todos  los    hilos en la mano. Es imposible dar el menor paso sin tropezar en  seguida con    su persona. Por alguna razón este caballero ha decidido que nadie  fuera de él    se ocupara de las actuaciones, y se las ha compuesto para dejar de  lado a los    parientes masculinos de la difunta, procediendo en forma harto  singular.    Parece, además, haberse mostrado muy refractario a que los parientes  de la    víctima vieran el cadáver.»
   Un hecho posterior  contribuyó a dar    alguna consistencia a las sospechas así arrojadas sobre Beauvais. Días  antes    de la desaparición de la joven, una persona que acudió a la oficina de  aquél,    en ausencia de su ocupante, observó que en la cerradura de la puerta  había    una rosa, y que en una pizarra colgada al lado aparecía el nombre    Marie.
   Hasta donde  podíamos deducirlo por    la lectura de los diarios, la impresión general era que la muchacha  había sido    víctima de una banda de criminales, quienes la habían arrastrado cerca  del    río, maltratado y, finalmente, asesinado.    Le Commerciel    periódico de gran influencia, combatía, sin embargo, vigorosamente  esta    opinión popular. Cito uno o dos pasajes de sus columnas:
   «Estamos  persuadidos de que, al    encaminarse hacia la Barrière du Roule, la indagación ha seguido hasta  ahora    un camino equivocado. Es imposible que una persona tan popularmente  conocida    como la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la  viera    alguien, y cualquiera que la hubiese visto la recordaría, porque su  figura    interesaba a todo el mundo. Las calles estaban llenas de gente cuando  Marie    salió. Imposible que haya llegado a la Barrière du Roule o a la rue  des Drômes    sin ser reconocida por una docena de testigos. Y, sin embargo, no se  ha    presentado nadie que la haya visto fuera de la casa de su madre;  aparte del    testimonio que se refiere a las intenciones expresadas por Marie,    no existe prueba alguna de que realmente haya salido de su casa.
   »El traje de la  víctima había sido    desgarrado, arrollado a su cintura y atado; el propósito era llevar el  cadáver    como se lleva un envoltorio. Si el asesinato hubiera sido cometido en  la    Barrière du Roule no habría habido la menor necesidad de semejante  cosa. El    hecho de que el cuerpo haya sido encontrado flotando cerca de la  Barrière no    prueba el lugar donde fue arrojado al agua... Un trozo de una de las  enaguas    de la infortunada muchacha, de dos pies de largo por uno de ancho, le  fue    aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente  para ahogar    sus gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el    bolsillo.»
   Uno o dos días  antes de que el    prefecto nos visitara, la policía recibió importantes informaciones  que    parecieron invalidar los argumentos esenciales de Le Commerciel. Dos     niños, hijos de cierta madame Deluc, que vagabundeaban por los bosques     próximos a la Barrière du Roule, entraron casualmente en un espeso  soto, donde    había tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de  asiento con    respaldo y escabel. Sobre la piedra superior aparecían unas enaguas  blancas;    en la segunda, una chalina de seda. También encontraron una sombrilla,  guantes    y un pañuelo de bolsillo. Este último ostentaba el nombre «Marie  Rogêt». En    las zarzas circundantes aparecieron jirones de vestido. La tierra  estaba    removida, rotos los arbustos y no cabía duda de que una lucha había  tenido    lugar. Entre el soto y el río se descubrió que los vallados habían  sido    derribados y la tierra mostraba señales de que se había arrastrado una  pesada    carga.
   Un semanario,    Le Soleil,    contenía el siguiente comentario del descubrimiento, comentario que  era como    el eco de la prensa parisiense:
   «Con toda  evidencia, los objetos    hallados llevaban en el lugar tres o cuatro semanas, por lo menos;  aparecían    estropeados y enmohecidos por la acción de las lluvias; el moho los  había    pegado entre sí. El pasto había crecido en torno y encima de algunos  de ellos.    La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus fibras se habían  adherido    unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y plegada,  estaba    enmohecida por la acción de la intemperie y se rompió al querer  abrirla. Los    jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho  por seis    de largo. Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había  sido    remendado; otro trozo era parte de la falda, pero no del dobladillo.  Daban la    impresión de ser pedazos arrancados y se hallaban en la zarza  espinosa, a un    pie del suelo... No cabe ninguna duda, pues, de que se ha descubierto  el    escenario de tan espantoso atentado.»
   Otros testimonios  surgieron a    consecuencia del descubrimiento. Madame Deluc declaró ser la dueña de  una    posada situada sobre el camino, no lejos de la orilla del río, en la  parte    opuesta a la Barrière du Roule. Esta región es particularmente  solitaria y    constituye el habitual lugar de esparcimiento de los pájaros de cuenta  de    París, que cruzan el río en bote. Hacia las tres de la tarde del  domingo en    cuestión llegó a la posada una muchacha a quien acompañaba un hombre  joven y    moreno. Ambos permanecieron algún tiempo en la casa. Al partir se  encaminaron    rumbo a los espesos bosques de la vecindad. Madame Deluc había  observado con    atención el tocado de la muchacha, pues le recordaba mucho uno que  había    tenido una parienta suya fallecida. Reparó, sobre todo, en la chalina.  Poco    después de la partida de la pareja se presentó una pandilla de  malandrines,    quienes se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar,     siguieron luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron  a la    posada al anochecer, volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha  prisa.
   Poco después de  oscurecer, aquella    misma tarde, madame Deluc y su hijo mayor oyeron los gritos de una  mujer en la    vecindad de la posada. Los gritos eran violentos, pero duraron poco.  Madame D.    no solamente reconoció la chalina hallada en el soto, sino el vestido  que    tenía el cadáver. Un conductor de ómnibus, Valence,    testimonió asimismo haber visto a Marie Rogêt cuando cruzaba en un  ferry   el Sena, el domingo en cuestión, acompañada por un joven moreno.  Valence    conocía a la muchacha y estaba seguro de su identidad. Los efectos  encontrados    en el soto fueron reconocidos sin lugar a dudas por los parientes de  la    víctima.
   Los distintos  testimonios e    informaciones recogidos por mí a pedido de Dupin contenían tan sólo un  punto    más, pero, al parecer, de gran importancia. Inmediatamente después del     descubrimiento de las ropas que acaban de describirse encontróse el  cuerpo de    St. Eustache, el prometido de Marie, quien yacía moribundo en la  vecindad de    la que todos suponían la escena del atentado. Un frasco con la  inscripción    láudano apareció vacío a su lado. El aliento del agonizante  revelaba la    presencia del veneno. St. Eustache murió sin decir una palabra. En sus  ropas    se halló una carta donde brevemente reiteraba su amor por Marie y su  intención    de suicidarse.
   -Apenas necesito  decirle -declaró    Dupin al finalizar el examen de mis notas- que este caso es mucho más    intrincado que el de la rue Morgue, del cual difiere en un importante  aspecto.    Estamos aquí en presencia de un crimen ordinario, por más atroz  que    sea. No hay nada particularmente excesivo, outré, en sus    características. Observará usted que por esta razón se consideró que  el    misterio era sencillo, cuando, en realidad, y por la misma razón,  debía    considerárselo muy difícil. Al principio, por ejemplo, no se creyó  necesario    ofrecer una recompensa. Los agentes de G... fueron capaces de  comprender    inmediatamente cómo y por qué podía haberse cometido esa  atrocidad. Se    representaron imaginariamente un modo -muchos modos- y un móvil  -muchos    móviles-. Y como no era imposible que cualquiera de tan numerosos  modos y    móviles pudiera haber sido el verdadero, descontaron que uno de ellos tenía    que ser el verdadero. Pero la facilidad con que nacieron tan  diversas    fantasías y lo plausible de cada una deberían haber indicado las  dificultades    del caso antes que su facilidad. Ya le he hecho notar que la razón se  abre    camino por encima del nivel ordinario, si es que ha de encontrar la  verdad, y    que la verdadera pregunta en casos como éstos no es tanto: «¿Qué ha    ocurrido?», sino: «¿Qué hay en lo ocurrido, que no se parece a nada de  lo    ocurrido anteriormente?» En las investigaciones en casa de madame  L’Espanaye,    los agentes de G... quedaron confundidos y descorazonados por lo insólito,    lo infrecuente del caso que, para un intelecto debidamente  ordenado,    hubiese significado el más seguro augurio de buen éxito; mientras ese  mismo    intelecto podría desesperarse ante el carácter ordinario de todas las    apariencias en el caso de la muchacha de la perfumería, que para los    funcionarios de la prefectura eran signos de un fácil triunfo.
   »En el caso de  madame L’Espanaye y    su hija, desde el principio de nuestra investigación no cupo duda  alguna de    que se había cometido un crimen. La idea de suicidio fue  inmediatamente    excluida. También aquí, desde el comienzo, podemos eliminar toda  suposición en    ese sentido. El cuerpo hallado en la Barrière du Roule se  hallaba en un    estado que elimina toda vacilación sobre punto tan importante. Pero se  ha    sugerido que el cadáver hallado no es el de Marie Rogêt; y la  recompensa    ofrecida se refiere a la denuncia del asesino o asesinos de ésta, y lo  mismo    el acuerdo a que hemos llegado con el prefecto. Bien conocemos a este    caballero y no debemos confiar demasiado en él. Si iniciamos nuestras    investigaciones a partir del cadáver hallado y seguimos la huella del  asesino    hasta descubrir que el cadáver pertenece a otra persona, o bien si  partimos de    la suposición de que Marie está viva y verificamos que, efectivamente,  ésa es    la verdad, en ambos casos perdemos el precio de nuestras fatigas, ya  que    tenemos que entendernos con monsieur G... Vale decir que nuestro  primer    objetivo -si pensamos en nosotros tanto como en la justicia- debe  consistir en    dejar bien establecido que el cadáver hallado pertenece a la Marie  Rogêt    desaparecida.
   »Los argumentos de  L’Etoile    han tenido gran repercusión entre el público, y el periódico mismo  está tan    convencido de su importancia que comienza así uno de sus comentarios  sobre el    tema: “Varios diarios de la mañana, en su edición de hoy, aluden al    concluyente artículo de L’Etoile del domingo”. Para mí el  tal    artículo no es nada concluyente y sólo demuestra el celo de su  redactor.    Debemos tener en cuenta que, en general, nuestros periódicos se  proponen fines    sensacionalistas y triunfos personales mucho más que servir la causa  de la    verdad. Este último objetivo solamente es perseguido cuando coincide  con los    anteriores. El diario que se conforma con la opinión general (por bien  fundada    que esté) no logra los sufragios de la multitud. La masa popular sólo    considera profundo aquello que está en abierta contradicción con  las    nociones generales. Tanto en el raciocinio como en la literatura, el    epigrama obtiene la aprobación inmediata y universal. Y en ambos  casos se    halla en lo más bajo de la escala de méritos.
   »Quiero decir que  la mezcla de    epigrama y melodrama que hay en la idea de que Marie Rogêt está  todavía viva    vale más para L’Etoile que lo que pueda haber de plausible en  esa    sugestión, y le ha ganado la favorable acogida del público. Examinemos  lo    principal de los argumentos del diario, tratando de evitar la  incoherencia con    la cual han sido expuestos.
   »El primer  propósito del redactor    consiste en mostrar, basándose en lo breve del intervalo entre la  desaparición    de Marie y el hallazgo del cuerpo en el río, que este último no puede  ser el    de Marie. De inmediato, el redactor trata de reducir dicho intervalo a  sus    menores proporciones. En la ansiosa persecución de este objetivo, no  vacila en    abandonarse a meras suposiciones. “Sería absurdo suponer -declara- que  el    asesinato (si se trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante  pronto    para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de  media    noche.” Con toda naturalidad pregunto: ¿por qué? ¿Por qué es  absurdo    suponer que el crimen podo ser cometido cinco minutos después  de que la    muchacha salió de casa de su madre? ¿Por qué es absurdo suponer que el  crimen    fue cometido en cualquier momento de ese día? Ha habido asesinatos a  todas    horas. Pero si el crimen hubiese tenido lugar en cualquier momento  entre las    nueve de la mañana del domingo y un cuarto de hora antes de media  noche,    siempre habría habido tiempo suficiente «para arrojar el cuerpo al río  antes    de media noche». La suposición, pues, se reduce a esto: el asesinato  no fue    cometido el día domingo. Pero si permitimos a L’Etoile suponer  eso,    bien podemos permitirle todas las libertades. El párrafo que comienza:  “Sería    absurdo suponer que el asesino, etcétera”, debió haber sido concebido  por el    redactor en la forma siguiente: “Sería absurdo suponer que el  asesinato (si se    trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para  permitir a    los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de media noche; es  absurdo,    decimos, suponer tal cosa, y a la vez (como estamos resueltos a  suponer) que    el cuerpo no fue tirado al río hasta después de  medianoche...”    Frase bastante inconsistente en sí, pero no tan ridícula como la  impresa.
   »Si mi propósito  -continuó Dupin- se    limitara meramente a impugnar este pasaje del argumento de L’Etoile,     podría dejar la cosa así. Pero no tenemos que habérnoslas con L’Etoile,     sino con la verdad. Tal como aparece, la frase en cuestión sólo tiene  un    sentido, pero resulta importantísimo que vayamos más allá de las meras     palabras, en busca de la idea que éstas trataron obviamente de  expresar sin    conseguirlo. La intención del periodista era hacer notar que en  cualquier    momento del día o de la noche del domingo en que se hubiera cometido  el    crimen, resultaba improbable que los asesinos hubieran osado  transportar el    cuerpo al río antes de media noche. Y es aquí donde reside la  suposición    contra la cual me rebelo. Se da por supuesto que el asesinato fue  cometido en    un lugar y en tales circunstancias que hacían necesario transportar  el    cadáver. Ahora bien, el asesinato pudo producirse a la orilla del río o  en el    río mismo; vale decir que el acto de arrojar el cadáver al río pudo  ocurrir en    cualquier momento del día o de la noche, como la forma de ocultamiento  más    inmediata y más obvia. Comprenderá que no sugiero nada de esto como  probable o    como coincidente con mi propia opinión. Hasta ahora, mis intenciones  no se    refieren a los hechos del caso. Simplemente deseo prevenirlo  contra el    tono de esa sugestión de L’Etoile, mostrándole desde un  comienzo su    carácter.
   »Luego de fijar un  límite adecuado a    sus nociones preconcebidas y de suponer que, de tratarse del cuerpo de  Marie,    sólo podría haber permanecido breve tiempo en el agua, el diario  continúa    diciendo:
   »“Las experiencias  han demostrado    que los cuerpos de los ahogados o de los arrojados al agua  inmediatamente    después de una muerte violenta requieren de seis a diez días para que  la    descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la    superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay  un    cadáver y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o  seis    días volverá a hundirse si no se lo amarra”.
   »Estas  afirmaciones han sido    tácitamente aceptadas por todos los diarios de París, con excepción de     Le Moniteur,   Este último se esfuerza por desvirtuar esa parte del párrafo que  se    refiere a “los cuerpos de los ahogados”, citando cinco o seis casos en  los    cuales los cadáveres de personas ahogadas reaparecieron a flote tras  un lapso    menor del que sostiene L’Etoile. Pero Le Moniteur procede  de    manera muy poco lógica al pretender refutar la totalidad del argumento  de    L’Etoile mediante ejemplos particulares que lo contradicen. Aunque  hubiera    sido posible aducir cincuenta en vez de cinco ejemplos de cuerpos que  se    hallaron flotando después de dos o tres días, esos cincuenta ejemplos  podrían    seguir siendo razonablemente considerados como excepciones a la regla  de    L’Etoile hasta el momento en que pudiera refutarse la regla misma.     Admitiendo esta última (como lo hace Le Moniteur, que se limita  a    señalar sus excepciones), el argumento de L’Etoile conserva  toda su    fuerza, ya que sólo se refiere a la probabilidad de que el  cuerpo haya    surgido a la superficie en menos de tres días, y esta probabilidad  seguirá    manteniéndose a favor de L’Etoile hasta que los ejemplos tan    puerilmente aducidos tengan número suficiente para constituir una  regla    antagónica.
   »Verá usted de  inmediato que toda    argumentación opuesta debe concentrarse en la regla en sí, y a tal fin  debemos    examinar la razón misma de la regla. En general, el cuerpo humano no  es ni más    liviano ni más pesado que el agua del Sena; vale decir que el peso  específico    del cuerpo humano en condición natural equivale aproximadamente al del  volumen    de agua dulce que desplaza. Los cuerpos de gentes gruesas y  corpulentas, de    huesos pequeños, y en general los de las mujeres, son más livianos que  los    cuerpos delgados, de huesos grandes, y en general de los  masculinos; a    su vez el peso especifico del agua de río se ve más o menos influido  por el    flujo proveniente del mar. Pero, dejando esto a un lado, puede  afirmarse que   muy pocos cuerpos se hundirían espontáneamente, incluso en agua  dulce.    Prácticamente todos los que caen en un río pueden mantenerse a flote,  siempre    que logren equilibrar el peso específico del agua con el suyo; vale  decir, que    queden casi completamente sumergidos, con el minino posible fuera del  agua. La    posición adecuada para el que no sabe nadar es la vertical, como si  estuviera    caminando, con la cabeza completamente echada hacia atrás y sumergida,  salvo    la boca y la nariz. Colocados en esa forma, descubriremos que nos  mantenemos a    flote sin dificultad ni esfuerzo. Naturalmente que el peso del cuerpo y  el    volumen de agua desplazado se equilibran estrechamente, y la menor  diferencia    determinará la preponderancia de uno de ellos. Un brazo levantado  fuera del    agua, por ejemplo, y privado así de su sostén, representa un peso  adicional    suficiente para sumergir por completo la cabeza, mientras que la ayuda  del más    pequeño trozo de madera nos permitirá sacar la cabeza lo suficiente  para mirar    en torno. Ahora bien, cuando alguien que no sabe nadar se debate en el  agua,    levantará invariablemente los brazos, mientras se esfuerza por  mantener la    cabeza en posición vertical. El resultado de esto es la inmersión de  la boca y    la nariz, que acarrea, en los esfuerzos por respirar, la entrada del  agua en    los pulmones. El agua penetra igualmente en el estómago, y el cuerpo  pesa más    por la diferencia entre el peso del aire que previamente llenaba  dichas    cavidades y el del líquido que las ocupa ahora. Tal diferencia basta  para que    el cuerpo se hunda por regla general, aunque es insuficiente en caso  de    personas de huesos menudos y una cantidad anormal de materia grasa.  Estas    personas siguen flotando incluso después de haberse ahogado.
   »Suponiendo que el  cuerpo se    encuentre en el fondo del río, permanecerá allí hasta que por algún  motivo su    peso específico vuelva a ser menor que la masa de agua que desplaza.  Esto    puede deberse a la descomposición o a otras razones. La descomposición  produce    gases que distienden los tejidos celulares y todas las cavidades,  produciendo    en el cadáver esa hinchazón tan horrible de ver. Cuando la distensión  ha    avanzado a punto tal que el volumen del cuerpo aumenta de tamaño sin  un    aumento correspondiente de masa, su peso específico resulta  menor que    el del agua desplazada y, por tanto, se remonta a la superficie. Pero  la    descomposición se ve modificada por innumerables circunstancias y es  acelerada    o retardada por múltiples causas; vayan como ejemplos el calor o frío  de la    estación, la densidad mineral o la pureza del agua, la profundidad de  ésta, su    movimiento o estancamiento, las características del cuerpo, su estado  normal o    anormal antes de la muerte. Resulta, pues, evidente que no podemos  señalar con    seguridad un período preciso tras el cual el cadáver saldrá a flote a  causa de    la descomposición. Bajo ciertas condiciones, este resultado puede  ocurrir    dentro de una hora; bajo otras, puede no producirse jamás. Existen  preparados    químicos por los cuales un cuerpo puede ser preservado para siempre  de    la corrupción; uno de ellos es el bicloruro de mercurio. Pero, aparte  de la    descomposición, suele producirse en el estómago una cantidad de gas  derivada    de la fermentación acetosa de materias vegetales, gas que también  puede    originarse en otras cavidades y provenir de otras causas, en cantidad    suficiente para provocar una distensión que hará subir el cuerpo a la    superficie. El efecto producido por el disparo de un cañón es el  resultante de    las simples vibraciones. Éstas desprenderán el cuerpo del barro o el  limo en    el cual se halle depositado permitiéndole salir a flote una vez que  las causas    antes citadas lo hayan preparado para ello; también puede vencer la    resistencia de algunas partes putrescibles de los tejidos celulares,    permitiendo que las cavidades se distiendan bajo la influencia de los  gases.
   »Así, una vez que  tenemos ante    nosotros todos los datos necesarios sobre este tema, podemos  emplearlos para    poner fácilmente a prueba las afirmaciones de L’Etoile. “Las    experiencias han demostrado -dice éste- que los cuerpos de los  ahogados, o de    los arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta,  requieren    de seis a diez días para que la descomposición esté lo bastante  avanzada como    para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo  sobre el    lugar donde hay un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una  inmersión    de cinco o seis días, volverá a hundirse si no se lo amarra.”
   »A la luz de lo  que sabemos, la    totalidad de este párrafo aparece como un tejido de inconsecuencias e    incoherencias. La experiencia no demuestra que los “cuerpos de  ahogados”    requieran de seis a diez días para que la descomposición avance lo     suficiente para devolverlos a la superficie. Tanto la ciencia como la    experiencia muestran que el término de su reaparición es y debe ser    necesariamente variable. Si, además, un cuerpo ha salido a flote por  el    disparo de un cañón, no “volverá a hundirse si no se lo amarra”  hasta    que la descomposición haya avanzado lo bastante para permitir el  escape del    gas acumulado en el interior. Quiero llamar su atención sobre el  distingo que    se hace entre “cuerpos de ahogados” y cuerpos “arrojados al agua    inmediatamente después de una muerte violenta”. Aunque el redactor  admite la    distinción, los incluye empero en la misma categoría. Ya he demostrado  que el    cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve específicamente más pesado  que la    masa de agua que desplaza, y que no se hundiría si no fuera por los    movimientos en el curso de los cuales saca los brazos fuera del agua, y  su    ansiedad por respirar debajo de ésta, con lo cual el espacio que  ocupaba el    aire en los pulmones se ve reemplazado por agua. Pero estos  movimientos y    estas respiraciones no ocurren en un cuerpo “arrojado al agua  inmediatamente    después de una muerte violenta”. En este último caso, pues, es  regla    general que el cuerpo no se hunda, detalle que L’Etoile    evidentemente ignora. Cuando la descomposición alcanza un grado  avanzado,    cuando la carne se ha desprendido en gran parte de los huesos,  entonces,    pero sólo entonces, perderemos de vista el cadáver.
   »¿Qué nos queda  ahora del argumento    por el cual el cuerpo encontrado no puede ser el de Marie Rogêt dado  que    apareció flotando a tres días apenas de su desaparición? En caso de  haberse    ahogado, el cuerpo pudo no hundirse nunca, ya que se trataba de una  mujer; o,    en caso de hundirse, pudo reaparecer al cabo de veinticuatro horas o  menos.    Sin embargo, nadie supone que Marie se haya ahogado, y, habiendo sido    asesinada antes de que la arrojaran al río, su cadáver pudo ser  encontrado a    flote en cualquier momento.
   »“Pero -dice L’Etoile-  si el    cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta la  noche    del martas, no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella  de los    asesinos.” Aquí resulta difícil darse cuenta al principio de la  intención del    razonador. Trata de anticiparse a algo que supone puede constituir una     objeción a su teoría: vale decir que el cuerpo fue guardado dos días  en    tierra, entrando en descomposición con mayor rapidez que si  hubiera    estado sumergido en el agua. Supone que, si ése fuera el caso, el  cadáver    podría haber surgido a la superficie el día miércoles, y piensa  que    sólo gracias a esas circunstancias podría haber aparecido. Se  apresura,    por tanto, a mostrar que no fue guardado en tierra, pues, de  ser así,    “no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los  asesinos”.    Me imagino que usted sonríe ante este sequitur. No alcanza a  ver cómo    la mera permanencia del cadáver en tierra podría multiplicar  las    huellas de los asesinos. Tampoco lo veo yo.
   »“Y, lo que es más  -continua nuestro    diario-, parece altamente improbable que los miserables capaces de  semejante    crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún peso para  mantenerlo    sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad.” ¡Observe en esta  parte la    risible confusión de pensamiento! Nadie -ni siquiera L’Etoile-     pone en duda el crimen cometido contra el cuerpo encontrado. Las  señales de    violencia son demasiado evidentes. La finalidad de nuestro razonador  consiste    solamente en mostrar que este cuerpo no es el de Marie. Quiere probar  que    Marie no fue asesinada, sin dudar de que el cuerpo hallado lo haya  sido.    Pero sus observaciones sólo prueban este último punto. He aquí un  cadáver al    que no han atado ningún peso. Si lo hubieran echado al agua los  asesinos,    éstos no habrían dejado de hacerlo. Por lo tanto, no lo echaron al  agua los    asesinos. Si alguna cosa se prueba, es solamente eso. La cuestión de  la    identidad no se toca ni remotamente, y L’Etoile se ha tomado  todo ese    trabajo para contradecir lo que admitía un momento antes. “Estamos    completamente convencidos -manifiesta- que el cuerpo hallado es el de  una    mujer asesinada.”
   »No es la única  vez que nuestro    razonador se contradice sin darse cuenta. Como ya he señalado, su  evidente    finalidad consiste en reducir lo más posible el intervalo entre la    desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver. Sin embargo, lo vemos     insistir en el hecho de que nadie vio a la muchacha desde el  momento en    que abandonó la casa de su madre. “Carecemos de testimonios -declara-  de que    Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las nueve de la  mañana    del domingo 22 de junio.” Dado que es éste un argumento evidentemente  parcial,    hubiera sido preferible que lo dejara de lado, ya que si se supiera de  alguien    que hubiese reconocido a Marie, digamos el lunes o el martas, el  intervalo en    cuestión se habría reducido mucho y, conforme al razonamiento  anterior, las    probabilidades de que el cadáver hallado fuera el de la grisette    habrían disminuido en mucho. Resulta divertido, pues, observar cómo    L’Etoile insiste sobre este punto con pleno convencimiento de que  refuerza    su argumentación general.
   »Examine ahora  nuevamente la parte    del artículo que se refiere a la identificación del cadáver por  Beauvais. A    propósito del vello del brazo, es evidente que L’Etoile peca  por    falta de ingenio. Dado que monsieur Beauvais no es ningún tonto, jamás  se    habría apresurado a identificar el cadáver basándose tan sólo en que  tenía    vello en el brazo. Todo brazo tiene vello. La generalización en que  incurre    L’Etoile es una simple deformación de la fraseología del testigo.  Este    debió referirse a alguna particularidad del vello. Pudo  referirse al    color, a la cantidad, al largo o a la distribución.
   »“Sus pies eran  pequeños -sigue    diciendo el diario-, pero hay miles de pies pequeños. Tampoco  constituyen una    prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos y otros se venden en  lotes. Lo    mismo cabe decir de las flores de su sombrero. Monsieur Beauvais  insiste en    que el broche de las ligas había sido cambiado de lugar para que  ajustaran.    Esto no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren llevar las  ligas    nuevas a su casa y ajustarlas allí al diámetro de su pierna, en vez de     probarlas en la tienda donde las compran.” Aquí resulta difícil  suponer que el    razonador obra de buena fe. Si en su búsqueda del cuerpo de Marie,  monsieur    Beauvais encontró un cadáver que en sus medidas y apariencias  generales    correspondía a la joven desaparecida, cabe suponer que, sin tomar en  cuenta    para nada la cuestión de la vestimenta, debió imaginar que se trataba  de ella.    Si, además de las medidas y formas generales, descubrió en el brazo un  vello    cuyo aspecto correspondía al que había observado en vida de Marie, su  opinión    debió, con toda justicia, acentuarse, y el aumento de seguridad pudo  muy bien    estar en relación directa con la particularidad o rareza del vello del  brazo.    Si los pies de Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver,  el    aumento de probabilidades de que éste correspondiera a aquélla no se  daría ya    en proporción meramente aritmética, sino geométrica o acumulativa.  Agreguemos    a esto los zapatos, análogos a los que Marie llevaba puestos el día de  su    desaparición; aunque dichos zapatos “se vendan en lotes”, aumenta a  tal punto    la probabilidad, que casi la vuelven certeza. Lo que en sí mismo no  sería una    prueba de identidad se convierte, por su posición corroborativa, en la  más    segura de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero,  coincidentes    con las que llevaba la joven desaparecida, y no pediremos nada más. Y  si por    una sola flor no exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres,  o más?    Cada una que se agrega es una prueba múltiple; no una prueba sumada  a    otra, sino multiplicada por cientos o miles. Descubramos ahora  en el    cadáver un par de ligas como las que usaba la difunta, y sería casi  una locura    seguir adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas aparecen  ajustadas,    mediante el corrimiento de su broche, en la misma forma en que Marie  había    ajustado las suyas poco antes de salir de su casa. Dudar, ahora, es  hipocresía    o locura. Cuando L’Etoile sostiene que este acortamiento de las  ligas    es una práctica habitual, lo único que demuestra es su pertinacia en  el error.    La calidad de elástica de toda liga demuestra por sí misma que la  necesidad de    acortarla es muy poco frecuente. Lo que está hecho para ajustar  por sí    mismo sólo rara vez necesitará ayuda para cumplir su cometido. Sólo  por    accidente, en su más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron  ser    acortadas. Y ellas solas hubieran bastado para asegurar ampliamente su     identidad. Pero aquí no se trata de que el cadáver tuviera las ligas  de la    joven desaparecida, o sus zapatos, o su gorro, o las flores de su  gorro, o sus    pies, o una marca peculiar en el brazo, o su medida y apariencia  generales,    sino que el cadáver tenía todo eso junto. Si se pudiera probar  que,    frente a ello, el redactor de L’Etoile experimentó verdaderamente    dudas no haría falta en su caso un mandato de lunático  inquirendo.    A nuestro hombre le ha parecido muy sagaz hacerse eco de las charlas  de los    abogados, que, por su parte, se contentan con repetir los rígidos  preceptos de    los tribunales. Le haré notar aquí que mucho de lo que en un tribunal  se    rechaza como prueba constituye la mejor de las pruebas para la  inteligencia.    Ocurre que el tribunal, guiándose por principios generales ya  reconocidos y    registrados, no gusta de apartarse de ellos en casos particulares.  Y esta    pertinaz adhesión a los principios, con total omisión de las  excepciones en    conflicto, es un medio seguro para alcanzar el máximo de verdad  alcanzable, en    cualquier período prolongado de tiempo. Esta práctica, en masse, es,     por tanto, razonable; pero no es menos cierto que engendra cantidad de  errores    particulares.
   »Con respecto a  las insinuaciones    apuntadas contra Beauvais, estará usted pronto a desecharlas de un  soplo.    Supongo que habrá ya advertido la verdadera naturaleza de este  excelente    caballero. Es un entrometido, lleno de fantasía romántica y con  muy    poco ingenio. En una situación verdaderamente excitante como la  presente, toda    persona como él se conducirá de manera de provocar sospechas por parte  de los    excesivamente sutiles o de los mal dispuestos. Según surge de las  notas    reunidas por usted, monsieur Beauvais tuvo algunas entrevistas con el  director    de L’Etoile, y lo disgustó al aventurar la opinión de que el  cadáver,    pese a la teoría de aquél, era sin lugar a dudas el de Marie.  “Persiste -dice    el diario- en afirmar que el cadáver es el de Marie, pero no es capaz  de    señalar ningún detalle, fuera de los ya comentados, que imponga su  creencia a    los demás.” Sin reiterar el hecho de que mejores pruebas “para imponer  su    creencia a los demás” no podrían haber sido nunca aducidas, conviene  señalar    que en un caso de este tipo un hombre puede muy bien estar convencido,  sin ser    capaz de proporcionar la menor razón de su convencimiento a un  tercero. Nada    es más vago que las impresiones referentes a la identidad personal.  Cada uno    reconoce a su vecino, pero pocas veces se está en condiciones de dar  una razón    que explique ese reconocimiento. El director de L’Etoile no  tiene    derecho de ofenderse porque la creencia de monsieur Beauvais carezca  de    razones.
   »Las sospechosas  circunstancias que    lo rodean cuadran mucho más con mi hipótesis de entrometimiento  romántico que    con la sugestión de culpabilidad lanzada por el redactor. Una vez  adoptada la    interpretación más caritativa, no tendremos dificultad en comprender  la rosa    en el agujero de la cerradura, el nombre “Marie” en la pizarra, el  haber    “dejado de lado a los parientes masculinos de la difunta”, la  resistencia “a    que los parientes de la víctima vieran el cadáver”, la advertencia  hecha a    madame B... de que no debía decir nada al gendarme hasta que él,  monsieur    Beauvais, estuviera de regreso y, finalmente, su decisión aparente de  que    “nadie, fuera de él, se ocuparía de las actuaciones”. Me parece  incuestionable    que Beauvais cortejaba a Marie, que ella coqueteaba con él, y que  nuestro    hombre estaba ansioso de que lo creyeran dueño de su confianza e  íntimamente    vinculado con ella. No insistiré sobre este punto. Por lo demás, las  pruebas    refutan redondamente las afirmaciones de L’Etoile tocantes a la     supuesta apatía por parte de la madre y otros parientes, apatía  contradictoria    con su convencimiento de que el cadáver era el de la muchacha; pasemos     adelante, pues, como si la cuestión de la identidad quedara  probada a    nuestra entera satisfacción.»
   -¿Y qué piensa  usted -pregunté- de    las opiniones de Le Commerciel?
   -En esencia,  merecen mucha mayor    atención que todas las formuladas sobre el asunto. Las deducciones  derivadas    de las premisas son lógicas y agudas, pero, en dos casos, las premisas  se    basan en observaciones imperfectas. Le Commerciel insinúa que  Marie fue    secuestrada por alguna banda de malandrines a poca distancia de la  casa de su    madre. «Es imposible -señala- que una persona tan popularmente  conocida como    la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la viera    alguien.» Esta idea nace de un hombre que reside hace mucho en París,  donde    está empleado, y cuyas andanzas en uno u otro sentido se limitan en su  mayoría    a la vecindad de las oficinas públicas. Sabe que raras veces se aleja  más de    doce cuadras de su oficina sin ser reconocido o saludado por alguien.  Frente a    la amplitud de sus relaciones personales, compara esta notoriedad con  la de la    joven perfumista, sin advertir mayor diferencia entre ambas, y llega a  la    conclusión de que, cuando Marie salía de paseo, no tardaba en ser  reconocida    por diversas personas, como en su caso. Pero esto podría ser cierto si  Marie    hubiese cumplido itinerarios regulares y metódicos, tan restringidos  como los    del redactor, y análogos a los suyos. Nuestro razonador va y viene a    intervalos regulares dentro de una periferia limitada, llena de  personas que    lo conocen porque sus intereses coinciden con los suyos, puesto que se  ocupan    de tareas análogas. Pero cabe suponer que los paseos de Marie carecían  de    rumbo preciso. En este caso particular lo más probable es que haya  tomado por    un camino distinto de sus itinerarios acostumbrados. El paralelo que  suponemos    existía en la mente de Le Commerciel sólo es defendible si se  trata de    dos personas que atraviesan la ciudad de extremo a extremo. En este  caso, si    imaginamos que las relaciones personales de cada uno son equivalentes  en    número, también serán iguales las posibilidades de que cada uno  encuentre el    mismo número de personas conocidas. Por mi parte, no sólo creo  posible, sino    muy probable, que Marie haya andado por las diversas calles que unen  su casa    con la de su tía, sin encontrar a ningún conocido. Al estudiar este  aspecto    como corresponde, no se debe olvidar nunca la gran desproporción entre  las    relaciones personales (incluso las del hombre más popular de París) y  la    población total de la ciudad.
   »De todos modos,  la fuerza que    aparentemente pueda tener la sugestión de Le Commerciel disminuye  mucho    si pensamos en la hora en que Marie abandonó su casa. “Las  calles    estaban llenas de gente cuando salió”, dice Le Commerciel; pero  no es    así. Eran las nueve de la mañana. Es verdad que durante toda la semana  las    calles están llenas de gente a las nueve. Pero no el domingo. Ese  día,    la mayoría de los vecinos están en su casa, preparándose para ir a la  iglesia.    Ninguna persona observadora habrá dejado de reparar en el aire  particularmente    desierto de la ciudad, entre las ocho y las diez del domingo. De diez a  once,    las calles están colmadas, pero nunca en el período antes señalado.
   »En otro punto me  parece que Le    Commerciel parte de una observación deficiente. “Un trozo de una  de las    enaguas de la infortunada muchacha -dice-, de dos pies de largo por  uno de    ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza,    probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto  no    tenían pañuelo en el bolsillo.” Ya veremos si esta idea está bien  fundada o    no; pero por “individuos que no tenían pañuelo en el bolsillo” el  redactor    entiende la peor ralea de malhechores. Ahora bien, ocurre que  precisamente    éstos tienen siempre un pañuelo en el bolsillo, aunque carezcan de  camisa.    Habrá tenido usted ocasión de observar cuan indispensable se ha vuelto  en    estos últimos años el pañuelo para el matón más empedernido.»
   -¿Y qué cabe  pensar -pregunté- del    artículo de Le Soleil?
   -Pues cabe pensar  que es una lástima    que su redactor no haya nacido loro, en cuyo caso hubiera sido el más  ilustre    de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de las  publicaciones    ajenas, escogiéndolos con laudable esfuerzo de uno y otro diario. «Con  toda    evidencia -manifiesta- los objetos hallados llevaban en el lugar tres o  cuatro    semanas, por lo menos... No cabe ninguna duda, pues, que se ha    descubierto el lugar de tan espantoso atentado.» Los hechos señalados  aquí por   Le Soleil están sin embargo muy lejos de disipar mis dudas al  respecto,    y vamos a examinarlos detalladamente más adelante, en relación con  otro    aspecto del asunto.
   «Ocupémonos por  ahora de cosas    distintas. No habrá dejado usted de reparar en la extrema negligencia  del    examen del cadáver. Cierto que la cuestión de la identidad quedó o  debió    quedar prontamente terminada, pero había otros aspectos por verificar  ¿No fue    saqueado el cadáver? ¿No llevaba la difunta joyas al salir de su casa?  De ser    así, ¿se encontró alguna al examinar el cuerpo? He aquí cuestiones    importantes, totalmente descuidadas por la investigación, y quedan  otras    igualmente importantes que no han merecido la menor atención.  Tendremos que    asegurarnos mediante indagaciones particulares. El caso de St.  Eustache exige    ser nuevamente examinado. No abrigo sospechas sobre él, pero es  preciso    proceder metódicamente. Nos aseguraremos sin lugar a ninguna duda  sobre la    validez de los testimonios escritos que presentó acerca de sus  movimientos en    el curso del domingo. Los certificados de este género suelen prestarse     fácilmente a la mistificación. Si no encontramos nada de anormal en  ellos,    desecharemos a St. Eustache de nuestra investigación. Su suicidio, que     corroboraría las sospechas en caso de que los certificados fueran  falsos,    constituye una circunstancia perfectamente explicable en caso  contrario, y que    no debe alejarnos de nuestra línea normal de análisis. 
   »En lo que me  proponga ahora,    dejaremos de lado los puntos interiores de la tragedia, concentrando  nuestra    atención en su periferia. Uno de los errores en investigaciones de  este género    consiste en limitar la indagación a lo inmediato, con total  negligencia de los    acontecimientos colaterales o circunstanciales. Los tribunales  incurren en la    mala práctica de reducir los testimonios y los debates a los límites  de lo que    consideran pertinente. Pero la experiencia ha mostrado, como lo  mostrará    siempre la buena lógica, que una parte muy grande, quizá la más grande  de la    verdad, surge de lo que se consideraba marginal y accesorio. Basándose  en el    espíritu de este principio, si no en su letra, la ciencia moderna se  ha    decidido a calcular sobre lo imprevisto. Pero quizá no me hago    entender. La historia del conocimiento humano ha mostrado  ininterrumpidamente    que la mayoría de los descubrimientos más valiosos los debemos a  acaecimientos    colaterales, incidentales o accidentales; se ha hecho necesario, pues,  con    vistas al progreso, conceder el más amplio espacio a aquellas  invenciones que    nacen por casualidad y completamente al margen de las esperanzas  ordinarias.    Ya no es filosófico fundarse en lo que ha sido para alcanzar una  visión de lo    que será. El accidente se admite como una porción de la  subestructura.    Hacemos de la posibilidad una cuestión de cálculo absoluto. Sometemos  lo    inesperado y lo inimaginado a las fórmulas matemáticas de las  escuelas.
   «Repito que es un  hecho verificado    que la mayor porción de toda verdad surge de lo colateral; y de  acuerdo    con el espíritu del principio que se deriva, desviaré la indagación de  la    huella tan transitada como estéril del hecho mismo, para estudiar las    circunstancias contemporáneas que lo rodean. Mientras usted se asegura  de la    validez de esos certificados, yo examinaré los periódicos en forma más  general    de lo que ha hecho usted hasta ahora. Por el momento, sólo hemos  reconocido el    campo de investigación, pero sería raro que una ojeada panorámica como  la que    me propongo no nos proporcionara algunos menudos datos que establezcan  una    dirección para nuestra tarea.»
   En cumplimiento de  las indicaciones    de Dupin, procedí a verificar escrupulosamente el asunto de los  certificados.    Resultó de ello una plena seguridad en su validez y la consiguiente  inocencia    de St. Eustache. Mi amigo se ocupaba entretanto -con una minucia que  en mi    opinión carecía de objeto- del escrutinio de los archivos de los  diferentes    diarios. Al cabo de una semana, me presentó los siguientes extractos:
   «Hace tres años y  medio, la misma    Marie Rogêt desapareció de la       parfumerie de monsieur Le    Blanc, en el Palais Royal, causando un revuelo semejante al de ahora.  Una    semana después, Marie reapareció en el mostrador de la tienda, tan  bien como    siempre, aparte de una ligera palidez que no era usual en ella.  Monsieur Le    Blanc y madame Rogêt dieron a entender que Marie había pasado la  semana en    casa de amigos, en el campo, y el asunto fue rápidamente callado.  Presumimos    que esta ausencia responde a un capricho de la misma especie y que,  dentro de    una semana, o quizá de un mes, volveremos a tener a Marie entre  nosotros» (Evening    Paper, domingo 23 de junio).
   «Un diario de la  tarde de ayer se    refiere a una misteriosa desaparición anterior de mademoiselle Rogêt.  Es bien    sabido que, durante la semana de su ausencia de la parfumerie de  Le    Blanc, estuvo acompañada por un joven oficial de marina muy notorio  por su    libertinaje. Cabe suponer que una querella providencial la trajo  nuevamente a    su casa. Conocemos el nombre del libertino en cuestión, que se halla    actualmente destacado en París, pero no lo hacemos público por razones     comprensibles» (Le Mercure, mañana del martes 24 de junio).
   «El más repudiable  de los atentados    ha tenido lugar anteayer en las proximidades de esta ciudad. Al  anochecer, un    caballero que paseaba con su esposa y su hija, comprometió los  servicios de    seis hombres jóvenes que paseaban en bote cerca de las orillas del  Sena, a fin    de que los transportaran al otro lado. Al llegar a destino los  pasajeros    desembarcaron, y se alejaban ya hasta perder de vista el bote cuando  la hija    descubrió que había olvidado su sombrilla. Al volver en su busca fue  asaltada    por la pandilla, llevada al centro del río, amordazada y sometida a un  brutal    ultraje, tras lo cual los villanos la depositaron en un punto cercano a  aquel    donde había embarcado con sus padres. Los miserables se hallan  prófugos, pero    la policía les sigue la huella y pronto algunos de ellos serán  capturados»    (Morning Paper, 25 de junio).
   «Hemos recibido  una o dos    comunicaciones tendentes a echar la culpa del horrible crimen a  Mennais;    pero, como este caballero ha sido plenamente exonerado de toda  sospecha por la    indagación legal, y los argumentos de nuestros distintos  corresponsales    parecen más entusiastas que profundos, no creemos oportuno darlos a  conocer»    (Morning Paper, 28  de    junio).
   «Hemos recibido  varias enérgicas    comunicaciones, que aparentemente proceden de diversas fuentes y que  dan por    seguro que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de una de las  numerosas    bandas de malhechores que infestan cada domingo los alrededores de la  ciudad.    Nuestra opinión se inclina decididamente en favor de esta suposición.  En    nuestras próximas ediciones dejaremos espacio para exponer los  aludidos    argumentos» (Evening Paper, martes 31 de junio).
   «El lunes, uno de  los lancheros del    servicio de aduanas vio en el Sena un bote vacío a la deriva. La vela  se    hallaba en el fondo del bote. El lanchero lo remolcó y lo dejó en el    amarradero de su puesto. A la mañana siguiente fue retirado de allí  sin    permiso de ninguno de los empleados. El timón se encuentra en el  depósito de    lanchas» (La Diligence, jueves 26 de junio).
   Leyendo los  diversos pasajes, no    solamente me parecieron ajenos a la cuestión, sino que no alcancé a  imaginar    la manera en que cualquiera de los mismos podía pesar sobre aquélla.  Esperé,    pues, alguna explicación de Dupin.
   -Por el momento  -me dijo-, no me    detendré en los dos primeros pasajes. Los he copiado, sobre todo, para     mostrarle la extraordinaria negligencia de la policía, que, hasta  donde puedo    saberlo por el prefecto, no se ha molestado en interrogar al oficial  de marina    mencionado en uno de ellos. Sin embargo, sería una locura afirmar que  entre la    primera y la segunda desaparición de Marie no cabe suponer ninguna  conexión.    Admitamos que la primera fuga terminó en una querella entre los  enamorados y    el retorno a casa de la decepcionada Marie. Podemos ahora encarar una  segunda    fuga o rapto (si realmente se trata de ello) como indicación de que el     seductor ha reanudado sus avances y no como el resultado de la  intervención de    un segundo cortejante. Miramos la cosa como una reconciliación entre    enamorados y no como el comienzo de una nueva aventura. Hay diez    probabilidades contra una de que el hombre que huyó una vez con Marie  le haya    propuesto una segunda escapatoria, y no que a la primera propuesta  haya    sucedido una segunda hecha por otro individuo. Le haré notar,  además,    que el lapso entre la primera fuga (sobre la cual no cabe duda) y la  segunda    -presumible- abarca pocos meses más que la duración general de los  cruceros de    nuestros barcos de guerra. ¿Fueron interrumpidos los bajos designios  del    seductor por la necesidad de embarcarse, y aprovechó la primera  oportunidad a    su retorno para renovar esos designios aún no completamente  consumados... o,    por lo menos, no completamente consumados por él? Nada sabemos  de todo    ello.
   »Dirá usted, sin  embargo, que en el    segundo caso no hubo realmente una fuga. De acuerdo; pero, ¿estamos en     condiciones de asegurar que no existió un designio frustrado? Fuera de  St.    Eustache, y quizá de Beauvais, no encontramos ningún pretendiente  conocido de    Marie. Nada se ha dicho que aluda a alguno. ¿Quién es, pues, ese  amante    secreto del cual los parientes de Marie (por lo menos, la mayoría) no     saben nada, pero con quien la joven se reúne en la mañana del domingo,  y que    goza hasta tal punto de su confianza que no vacila en quedarse a su  lado hasta    que cae la noche en los solitarios bosques de la Barrière du Roule?  ¿Quién es    ese enamorado secreto, pregunto, del cual los parientes (o casi todos)  no    saben nada? ¿Y qué significa la extraña profecía proferida por madame  Rogêt la    mañana de la partida de Marie: “Temo que no volveré a verla nunca  más”?
   »Pero si no  podemos suponer que    madame Rogêt estaba al tanto de la intención de fuga, ¿no podemos, por  lo    menos, imaginar que la joven abrigaba esa intención? Al salir de su  casa dio a    entender que iba a visitar a su tía en la rue des Drômes, y pidió a  St.    Eustache que fuera a buscarla al anochecer. A primera vista, esto  contradice    abiertamente mi sugestión. Pero reflexionemos. Es bien sabido que  Marie se    encontró con alguien y cruzó el río en su compañía, llegando a la  Barrière    du Roule hacia las tres de la tarde. Al consentir en acompañar a este    individuo (con cualquier propósito, conocido o no por su madre), Marie     debió pensar en lo que había dicho al salir de su casa y en la  sorpresa y    sospecha que experimentaría su prometido, St. Eustache, cuando al  acudir en su    busca a la rue des Drômes se encontrara con que no había estado allí;  sin    contar que al volver a la pensión con esta alarmante noticia se  enteraría de    que su ausencia duraba desde la mañana. Repito que Marie debió pensar  en todas    esas cosas. Debió prever la cólera de St. Eustache y las sospechas de  todos.    No podía pensar en volver a casa para enfrentar esas sospechas; pero  éstas    dejaban de tener importancia si suponemos que Marie no tenía  intenciones de    volver.
   «Imaginemos así  sus reflexiones:    “Tengo que encontrarme con cierta persona a fin de fugarme con ella o  para    otros propósitos que sólo yo sé. Es necesario que no se produzca  ninguna    interrupción; debemos contar con tiempo suficiente para eludir toda    persecución. Daré a entender que pienso pasar el día en casa de mi  tía, en la    rue des Drômes, y diré a St. Eustache que no vaya a buscarme hasta la  noche;    de esta manera podré ausentarme de casa el mayor tiempo posible sin  despertar    sospechas ni ansiedad; todo estará perfectamente explicado y ganaré  más tiempo    que de cualquier otra manera. Si pido a St. Eustache que vaya a  buscarme al    anochecer, seguramente no se presentará antes; pero, si no se lo pido,  tendré    menos tiempo a mi disposición, ya que todos esperarán que vuelva más  temprano,    y mi ausencia no tardará en provocar ansiedad. Ahora bien, si mis  intenciones    fueran las de volver a casa, si sólo me interesara dar un paseo con la  persona    en cuestión, no me convendría pedir a St. Eustache que fuera a  buscarme, ya    que al llegar a la rue des Drômes se daría perfecta cuenta de que le  he    mentido, cosa que podría evitar saliendo de casa sin decirle nada,  volviendo    antes de la noche y declarando luego que estuve de visita en casa de  mi tía.    Pero como mi intención es la de no volver nunca, o no volver  por    algunas semanas, o no volver hasta que ciertos ocultamientos se hayan    efectuado, lo único que debe preocuparme es la manera de ganar  tiempo.”
   »Usted ha hecho  notar en sus apuntes    que la opinión general más difundida sobre este triste asunto es que  la    muchacha fue víctima de una pandilla de malandrines. Ahora bien, y  bajo    ciertas condiciones, la opinión popular no debe ser despreciada.  Cuando surge    por sí misma, cuando se manifiesta de manera espontánea, cabe  considerarla    paralelamente a esa intuición que es el privilegio de todo  individuo de    genio. En noventa y nueve casos sobre cien, me siento movido a  conformarme con    sus decisiones. Pero lo importante es estar seguros de que no hay en  ella la    más leve huella de sugestión. La voz pública tiene que ser  rigurosamente    auténtica, y con frecuencia es muy difícil percibir y mantener esa  distinción.    En este caso, me parece que la “opinión pública” referente a una  pandilla   se ha visto fomentada por el suceso colateral que se detalla en el  tercero    de los pasajes que le he mostrado. Todo París está excitado por el    descubrimiento del cadáver de Marie, una joven tan hermosa como  conocida. El    cuerpo muestra señales de violencia y aparece flotando en el río. Pero     entonces se da a conocer que en esos mismos días en que se supone que  Marie    fue asesinada, otra joven ha sido víctima de una pandilla de  depravados y ha    sufrido un ultraje análogo al padecido por la difunta. ¿Cabe  maravillarse de    que la atrocidad conocida haya podido influir sobre el juicio popular  con    respecto a la desconocida? Ese juicio esperaba una dirección, y el  ultraje ya    conocido parecía indicarla oportunamente. También Marie fue encontrada  en el    río, y fue allí donde tuvo lugar el otro atentado. La relación entre  ambos    hechos era tan palpable, que lo asombroso hubiera sido que la opinión  dejara    de apreciarla y utilizarla. Pero, en realidad, si de algo sirve el  primer    ultraje, cometido en la forma conocida, es para probar que el segundo,     ocurrido casi al mismo tiempo, no fue cometido en esa forma. Hubiera     sido un milagro que, mientras una banda de malhechores perpetraba en  cierto    lugar un atentado de la más nefanda especie, otra banda similar, en un  lugar    igualmente similar, en la misma ciudad, bajo idénticas circunstancias,  con los    mismos medios y recursos, estuviera entregada a un atentado de la  misma    naturaleza y en el mismo período de tiempo. Sin embargo, la opinión  popular    así movida pretende justamente hacernos creer en esa extraordinaria  serie de    coincidencias.
   »Antes de seguir,  consideremos la    supuesta escena del asesinato en el soto de la Barrière du Roule.  Aunque    denso, el soto se halla en la inmediata vecindad de un camino público.  Había    en su interior tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie  de    asiento, con respaldo y escabel. Sobre la piedra superior se  encontraron unas    enaguas blancas; en la segunda una chalina de seda. También  aparecieron una    sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo. El pañuelo ostentaba el  nombre    “Marie Rogêt”. En las zarzas aparecían jirones de ropas. La tierra  estaba    pisoteada, rotas las ramas y no cabía duda de que había tenido lugar  una    violenta lucha.
   »No obstante el  entusiasmo con que    la prensa recibió el descubrimiento de este soto y la unanimidad con  que    aceptó que se trataba del escenario del atentado, preciso es admitir  la    existencia de muy serios motivos de duda. Puedo o no creer que ése sea  el    escenario, pero insisto en que hay muchos motivos de duda. Si, como lo  sugiere   Le Commerciel, el verdadero escenario se encontrara en  las    vecindades de la rue Pavee St. André y los perpetradores del crimen se     hallaran todavía en París, éstos debieron quedarse aterrados al ver  que la    atención pública era orientada con tanta agudeza por la buena senda.  Cierto    tipo de inteligencia no habría tardado en advertir la urgente  necesidad de dar    un paso que volviera a desviar la atención. Y puesto que el soto de la     Barrière du Roule había ya dado motivo a sospechas, la idea de  depositar allí    los objetos que se encontraron era perfectamente natural. Pese a lo  que dice   Le Soleil, no existe verdadera prueba de que los objetos hayan  estado    allí mucho más de algunos días, en tanto abundan las pruebas  circunstanciales    de que no podrían haberse encontrado en el lugar sin despertar la  atención    durante los veinte días transcurridos desde el domingo fatal a la  tarde en que    fueron hallados por los niños. “Los efectos -dice Le Soleil, siguiendo     la opinión de sus predecesores- aparecían estropeados y enmohecidos  por    la acción de las lluvias; el moho los había pegado entre sí. El  pasto    había crecido en torno y encima de algunos de ellos. La seda de la  sombrilla    era muy fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a otras por  dentro. La    parte superior, de tela doble y forrada, estaba enmohecida por  la    acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla.” Con respecto  al pasto    “que había crecido en torno y encima de algunos de ellos”, no cabe  duda de que    el hecho sólo pudo ser registrado partiendo de las declaraciones y los     recuerdos de dos niños, ya que éstos levantaron los efectos y los  llevaron a    su casa antes de que un tercero los viera. Ahora bien, en tiempo  caluroso y    húmedo (como el correspondiente al momento del crimen) el pasto crece  hasta    dos o tres pulgadas en un solo día. Una sombrilla tirada en un campo  recién    sembrado de césped quedará completamente oculta en una semana. Y, por  lo que    se refiere a ese moho, sobre el cual Le Soleil insiste  al punto    de emplear tres veces el término o sus derivados en un solo y breve    comentario, ¿cómo puede ignorar sus características? ¿Habrá que  explicarle que    se trata de una de las muchas variedades de fungus, cuyo rasgo  más    común consiste en nacer y morir dentro de las veinticuatro horas?
   »Vemos así, de una  ojeada, que todo    lo que con tanta soberbia se ha aducido para sostener que los objetos  habían    estado “tres o cuatro semanas por lo menos” en el soto, resulta  totalmente    nulo como prueba. Por otra parte, cuesta mucho creer que esos efectos  pudieron    quedar en el soto durante más de una semana (digamos de un domingo a  otro).    Quienes saben algo sobre los aledaños de París no ignoran lo difícil  que es    aislarse en ellos, a menos de alejarse mucho de los suburbios. Ni  por un    momento cabe imaginar un sitio inexplorado o muy poco frecuentado  entre sus    bosques o sotos. Imaginemos a un enamorado de la naturaleza, atado por  sus    deberes al polvo y al calor de la metrópoli, que pretenda, incluso en  días de    semana, saciar su sed de soledad en los lugares llenos de encanto  natural que    rodean la ciudad. A cada paso nuestro excursionista verá disiparse el    creciente encanto ante la voz y la presencia de algún individuo  peligroso o de    una pandilla de pájaros de avería en plena fiesta. Buscará la soledad  en lo    más denso de la vegetación, pero en vano. He ahí los rincones  específicos    donde abunda la canalla, he ahí los templos más profanados. Lleno de    repugnancia, nuestro paseante volverá a toda prisa al sucio París,  mucho menos    odioso como sumidero que esos lugares donde la suciedad resulta tan    incongruente. Pero si la vecindad de París se ve colmada durante la  semana,    ¿qué diremos del domingo? En ese día, precisamente, el matón que se ve  libre    del peso del trabajo o no tiene oportunidad de cometer ningún delito,  busca    los aledaños de la ciudad, no porque le guste la campiña, ya que la  desprecia,    sino porque allí puede escapar a las restricciones y convenciones  sociales. No    busca el aire fresco y el verdor de los árboles, sino la completa licencia    del campo. Allí, en la posada al borde del camino o bajo el  follaje de los    bosques, se entrega sin otros testigos que sus camaradas a los  desatados    excesos de la falsa alegría, doble producto de la libertad y del ron.  Lo que    afirmo puede ser verificado por cualquier observador desapasionado:  habría que    considerar como una especie de milagro que los artículos en cuestión  hubieran    permanecido ocultos durante más de una semana en cualquiera de  los    sotos de los alrededores inmediatos de París.
   »Pero hay además  otros motivos para    sospechar que esos efectos fueron dejados en el soto con miras a  distraer la    atención de la verdadera escena del atentado En primer término,  observe usted   la fecha de su descubrimiento y relaciónela con la del quinto  pasaje    extraído por mí de los diarios. Observará que el descubrimiento siguió  casi    inmediatamente a las urgentes comunicaciones enviadas al diario.  Aunque    diversas y provenientes, al parecer, de distintas fuentes, todas ellas  tendían    a lo mismo, vale decir a encaminar la atención hacia una pandilla como     perpetradora del atentado en las vecindades de la Barrière du Roule.  Ahora    bien, lo que debe observarse es que esos objetos no fueron encontrados  por los    muchachos como consecuencia de dichas comunicaciones o por la atención  pública    que las mismas habían provocado, sino que los efectos no fueron  encontrados    antes por la sencilla razón de que no se hallaban en el soto, y  que fueron    depositados allí en la fecha o muy poco antes de la fecha de las    comunicaciones al diario por los culpables autores de las  comunicaciones    mismas.
   »Dicho soto es un  lugar sumamente    curioso. La vegetación es muy densa, y dentro de los límites cercados  por ella    aparecen tres extraordinarias piedras que forman un asiento con  respaldo y    escabel. Este soto, tan lleno de arte, se halla en la vecindad  inmediata,    a poquísima distancia de la morada de madame Deluc, cuyos hijos  acostumbraban    a explorar minuciosamente los arbustos en busca de corteza de  sasafrás. ¿Sería    insensato apostar -y apostar mil contra uno- que jamás transcurrió un  solo    día sin que alguno de los niños penetrara en aquel sombrío recinto  vegetal    y se encaramara en el trono natural formado por las piedras? Quien  vacilara en    hacer esa apuesta no ha sido nunca niño o ha olvidado el carácter  infantil. Lo    repito: es muy difícil comprender cómo esos efectos pudieron  permanecer en el    soto más de uno o dos días sin ser descubiertos. Y ello proporciona un  sólido    terreno para sospechar -pese a la dogmática ignorancia de Le Soleil-   que fueron arrojados en ese sitio en una fecha comparativamente  tardía.
   »Pero aún hay  otras y más sólidas    razones para creer esto último. Permítame señalarle lo artificioso de  la    distribución de los efectos. En la piedra más alta aparecían  unas    enaguas blancas; en la segunda, una chalina de seda; tirados  alrededor,    una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo con el nombre “Marie  Rogêt”.    He aquí una distribución que naturalmente haría una persona no    demasiado sagaz queriendo dar la impresión de naturalidad. Pero  esta    disposición no es en absoluto natural. Lo más lógico hubiera sido  suponer    todos los efectos en el suelo y pisoteados. En los estrechos límites  de esa    enramada parece difícil que las enaguas y la chalina hubiesen podido  quedar    sobre las piedras, mientras eran sometidas a los tirones en uno y otro  sentido    de varias personas en lucha. Se dice que “la tierra estaba removida,  rotos los    arbustos y no cabía duda de que una lucha había tenido lugar”. Pero  las    enaguas y la chalina aparecen colocadas allí como en los cajones de  una    cómoda. “Los jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres  pulgadas de    ancho por seis de largo. Uno de ellos correspondía al dobladillo del  vestido y    había sido remendado... Daban la impresión de pedazos arrancados.”    Aquí, inadvertidamente, Le Soleil emplea una frase  extraordinariamente    sospechosa. Según la descripción, en efecto, los jirones “dan la  impresión de    pedazos arrancados”, pero arrancados a mano y deliberadamente. Es un  accidente    rarísimo que, en ropa como la que nos ocupa, un jirón “sea arrancado”  por    una espina. Dada la naturaleza de semejantes tejidos, cuando una  espina o    un clavo se engancha en ellos los desgarra rectangularmente,  dividiéndolos en    dos desgarraduras longitudinales en ángulo recto, que se encuentran en  un    vértice constituido por el punto donde penetra la espina; en esa  forma,    resulta casi imposible concebir que el jirón “sea arrancado”. Por mi  parte no    lo he visto nunca, y usted tampoco. Para arrancar un pedazo de  semejante    tejido hará falta casi siempre la acción de dos fuerzas actuando en  diferentes    direcciones. Sólo si el tejido tiene dos bordes, como, por ejemplo, en  el caso    de un pañuelo, y se desea arrancar una tira, bastará con una sola  fuerza. Pero    en esta instancia se trata de un vestido que no tiene más que un  borde. Para    que una espina pudiera arrancar una tira del interior, donde no hay  ningún    borde, hubiera hecho falta un milagro, aparte de que no bastaría con una     sola espina. Aun si hubiera un borde, se requerirían dos espinas,  de las    cuales una actuaría en dos direcciones y la otra en una. Y conste que  en este    caso suponemos que el borde no está dobladillado. Si lo estuviera, no  habría    la menor posibilidad de arrancar una tira. Vemos, pues, los muchos y  grandes    obstáculos que se ofrecen a las espinas para “arrancar” tiras de una  tela, y,    sin embargo, se pretende que creamos que así han sido arrancados varios     jirones. ¡Y uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido! Otra     de las tiras era parte de la falda, pero no del dobladillo. Vale  decir    que había sido completamente arrancado por las espinas del interior  sin bordes    del vestido. Bien se nos puede perdonar por no creer en semejantes  cosas; y,    sin embargo, tomadas colectivamente, ofrecen quizá menos campo a la  sospecha    que la sola y sorprendente circunstancia de que esos artículos  hubieran sido    abandonados en el soto por asesinos que se habían tomado el  trabajo de    transportar el cadáver. Empero, usted no habrá comprendido claramente  mi    pensamiento si supone que mi intención es negar que el soto  haya sido    el escenario del atentado. La villanía pudo ocurrir en ese  lugar o, con    mayor probabilidad, un accidente pudo producirse en la posada de  madame Deluc.    Pero éste es un punto de menor importancia. No es nuestra intención  descubrir    el escenario del crimen, sino encontrar a sus perpetradores. Lo que he     señalado, no obstante lo minucioso de mis argumentos, tiene por  objeto, en    primer lugar, mostrarle lo absurdo de las dogmáticas y aventuradas    afirmaciones de Le Soleil, y en segundo término, y de manera  especial,    conducirlo por una ruta natural a un nuevo examen de una duda: la de  si este    asesinato ha sido o no la obra de una pandilla.
   »Resumiremos el  asunto aludiendo    brevemente a los odiosos detalles que surgen de las declaraciones del  médico    forense en la indagación judicial. Basta señalar que sus inferencias     dadas a conocer con respecto al número de los bandidos participantes  en el    atentado fueron ridiculizadas como injustas y totalmente privadas de    fundamento por los mejores anatomistas de París. No se trata de que  ello no    haya podido ser como se infiere, sino de que no había fundamentos  para esa    inferencia. ¿Y no los había, en cambio, para otra?
   »Reflexionemos  ahora sobre “las    huellas de una lucha” y preguntémonos qué es lo que tales huellas  alcanzan a    demostrar. ¿Una pandilla? ¿Pero no demuestran, por el contrario, la  ausencia    de una pandilla? ¿Qué lucha podía tener lugar, tan violenta y    prolongada, como para dejar “huellas” en todas direcciones entre una  débil e    indefensa muchacha y la imaginable pandilla de malhechores? El  silencioso    abrazo de unos pocos brazos robustos y todo habría terminado. La  víctima debía    quedar reducida a una total pasividad. Recordará usted que los  argumentos    empleados sobre el soto como escenario de lo ocurrido se aplican, en  su mayor    parte, a un ultraje cometido por más de un individuo. Solamente  si    imaginamos a un violador podremos concebir (y sólo entonces)  una lucha    tan violenta y obstinada como para dejar semejantes “huellas”.
   »Ya he mencionado  la sospecha que    nace de que los objetos en cuestión fueran abandonados en el soto.  Parece casi    imposible que semejantes pruebas de culpabilidad hayan sido dejadas    accidentalmente donde se las encontró. Si suponemos una suficiente  presencia    de ánimo para retirar el cadáver, ¿qué pensar de una prueba aún más  positiva    que el cuerpo mismo (cuyas facciones hubieran sido borradas  prontamente por la    corrupción) abandonada a la vista de cualquiera en la escena del  atentado? Me    refiero al pañuelo con el nombre de la muerta. Si quedó allí  por    accidente, no hay duda de que no se trataba de una pandilla. Sólo  cabe    imaginar ese accidente relacionado con una sola persona. Veamos: un  individuo    acaba de cometer el asesinato. Está solo con el fantasma de la muerta.  Se    siente aterrado por lo que yace inanimado ante él. El arrebato de su  pasión ha    cesado y en su pecho se abre paso el miedo de lo que acaba de cometer.  Le    falta esa confianza que la presencia de otros inspira. Está solo con  el    cadáver. Tiembla, se siente confundido. Pero es necesario ocultar el  cuerpo.    Lo arrastra hacia el río dejando atrás todas las otras pruebas de su    culpabilidad; sería difícil, si no imposible, llevar todo a la  vez, y    además no habrá dificultad en regresar más tarde en busca del resto.  Mas en    ese trabajoso recorrido hasta el agua su temor redobla. Los sonidos de  la vida    acechan en su camino. Diez veces oye o cree oír los pasos de un  observador.    Hasta las mismas luces de la ciudad lo espantan. Con todo, después de  largas y    frecuentes pausas, llenas de terrible ansiedad, llega a la orilla del  río y    hace desaparecer su espantosa carga quizá con ayuda de un bote. Pero ahora,    ¿qué tesoros tiene el mundo, qué amenazas de venganza para  impulsar al    solitario asesino a recorrer una vez más el trabajoso y arriesgado  camino    hasta el soto, donde quedan los espeluznantes recuerdos de lo  sucedido? No, no    volverá, sean cuales fueren las consecuencias. Aun si quisiera, no  podría   volver. Su único pensamiento es el de escapar inmediatamente. Da  la    espalda para siempre a esos terribles bosques y huye como de una  maldición.
   »¿Pasaría lo mismo  con una banda? Su    número les habría inspirado recíproca confianza, en el caso de que  ésta falte    alguna vez en el pecho de un criminal empedernido; y una pandilla sólo  podemos    suponerla formada por individuos de esa laya. Su número, pues, hubiera     impedido el incontrolable y alocado temor que, según imagino, debió de     paralizar a un hombre solo. Si podemos presumir un descuido por parte  de uno,    dos o tres, sin duda el cuarto hubiera pensado en ello. No habrían  dejado    huella alguna a sus espaldas, ya que su número les permitía llevarse todo    de una sola vez. No había ninguna necesidad de volver.
   «Considere ahora  el hecho de que en    el vestido que llevaba el cadáver al ser encontrado, “una tira de un  pie de    ancho había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda  hasta la    cintura; aparecía arrollada tres veces en la cintura y asegurada  mediante una    especie de ligadura en la espalda”. Esto se hizo con evidente  intención de    obtener un asa mediante la cual transportar el cuerpo. Pero, en  caso de    tratarse de varios hombres, ¿habrían recurrido a eso? Para tres o  cuatro de    ellos, los miembros del cadáver proporcionaban no sólo suficiente  asidero,    sino el mejor posible. El sistema empleado corresponde a un solo  individuo, y    esto nos lleva al hecho de que “entre el soto y el río se descubrió  que los    vallados habían sido derribados y la tierra mostraba señales de que se  había    arrastrado una pesada carga”. ¿Cree usted que varios individuos  se    hubieran impuesto la superflua tarea de derribar un vallado para  arrastrar un    cuerpo que podía ser pasado por encima en un momento? ¿Cree usted que    varios hombres hubieran arrastrado un cuerpo al punto de dejar  evidentes    huellas?
   »Aquí corresponde  referirse a una    observación de Le Commerciel, que en cierta medida ya he  comentado    antes. “Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha  -dice-, de    dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y  atado    detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos. Los  individuos que    hicieron esto no tenían pañuelos en el bolsillo.”
   »Ya he hecho notar  que un verdadero    pillastre no carece nunca de pañuelo. Pero no me refiero ahora a eso.     Que dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para los  fines que    supone Le Commerciel, lo demuestra el hallazgo del pañuelo en  el lugar    del hecho; y que su finalidad no era la de “ahogar sus gritos”, surge  de que    se haya empleado esa atadura en vez de algo que hubiera sido mucho más     adecuado. Pero los términos de los testimonios aluden a la tira en  cuestión    diciendo que “apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque  había    sido asegurada con un nudo firmísimo”. Estos términos son bastante  vagos, pero    difieren completamente de los de Le Commerciel. La tira tenía  dieciocho    pulgadas de ancho y, por lo tanto, aunque fuera de muselina,  constituía una    banda muy fuerte si se la doblaba sobre sí misma longitudinalmente.  Así fue    como se la encontró. Mi deducción es la siguiente: El asesino  solitario,    después de llevar alzado el cuerpo durante un trecho (sea desde el  soto u otra    parte) ayudándose con la tira arrollada a la cintura, notó que el peso     resultaba excesivo para sus fuerzas. Resolvió entonces arrastrar su  carga, y    la investigación demuestra que, en efecto, el cuerpo fue arrastrado. A  tal    fin, era necesario atar una especie de cuerda a una de las  extremidades. El    mejor lugar era el cuello, ya que la cabeza impediría que se zafara.  En   este punto, el asesino debió pensar en la tira que circundaba la  cintura    de la víctima. Hubiera querido usarla, pero se le planteaba el  inconveniente    de que estaba arrollada al cadáver, sujeta por una atadura, sin contar  que no    había sido completamente arrancada del vestido. Más fácil resultaba  arrancar    una nueva tira de las enaguas. Así lo hizo, ajustándola al cuello, y  en esa    forma arrastró a su víctima hasta la orilla del río. El hecho  de que    este lazo, difícil y penosamente obtenido, y sólo a medias adecuado a  su    finalidad, fuera sin embargo empleado por el asesino, nace del hecho  de que    éste estaba ya demasiado lejos para utilizar la chalina, vale decir,  después    que hubo abandonado el soto (si se trataba del soto) y se encontraba a  mitad    de camino entre éste y el río.
»Dirá usted que    el testimonio de madame Deluc (!) apunta especialmente a la presencia  de    una pandilla en la vecindad del soto, aproximadamente, en el  momento del    asesinato. Estoy de acuerdo. Incluso me pregunto si no había una  docena    de pandillas como la descrita por madame Deluc en la vecindad de la  Barrière    du Roule y aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero la  pandilla que    se ganó la marcada enemistad -y el testimonio tardío y bastante  sospechoso- de    madame Deluc, es la única a la cual esta honesta y escrupulosa  anciana    reprocha haberse regalado con sus pasteles y haber bebido su coñac sin  tomarse    la molestia de pagar los gastos. Et hinc illæ   iræ?
   »Pero, ¿cuál es el  preciso    testimonio de madame Deluc? “Se presentó una pandilla de malandrines,  los    cuales se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar,    siguieron luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron  a la    posada al anochecer, volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha  prisa.”
   »Ahora bien, esta  “gran prisa” debió    probablemente parecer más grande a ojos de madame Deluc, quien  reflexionaba    triste y nostálgicamente sobre sus pasteles y su cerveza profanados, y  por los    cuales debió abrigar aún alguna esperanza de compensación. ¿Por qué,  si no, se    refirió a la prisa, desde el momento que ya era “el anochecer”? No hay  ninguna    razón para asombrarse de que una banda de pillos se apresure a volver a  casa    cuando queda por cruzar en bote un ancho río, cuando amenaza tormenta y  se    acerca la noche. «Digo que se acerca, pues la noche aún no  había caído.    Era tan sólo “al anochecer” cuando la prisa indecente de aquellos  “bandidos”    ofendió los modestos ojos de madame Deluc. Pero estamos enterados de  que esa    misma noche, tanto madame Deluc como su hijo mayor, “oyeron los gritos  de una    mujer en la vecindad de la posada”. ¿Y qué palabras emplea madame  Deluc para    señalar el momento de la noche en que se oyeron esos gritos? “Poco  después    de oscurecer”, afirma. Pero “poco después de oscurecer”  significa    que ya ha oscurecido. Vale decir, resulta perfectamente claro que la  pandilla    abandonó la Barrière du Roule antes de que se produjeran los  gritos    escuchados (?) por madame Deluc. Y aunque en las muchas  transcripciones del    testimonio las expresiones en cuestión son clara e invariablemente  empleadas    como acabo de hacerlo en mi conversación con usted, hasta ahora  ninguno de los    diarios parisienses, ni ninguno de los funcionarios policiales ha  señalado tan    gruesa discrepancia.
   »Sólo añadiré un  argumento contra la    noción de una banda, pero el mismo tiene, en mi opinión, un  peso    irresistible. Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno perdón que  se    concede por toda declaración probatoria, no cabe imaginar un solo  instante que    algún miembro de una pandilla de miserables criminales -o de cualquier     pandilla- no haya traicionado hace rato a sus cómplices. En una  pandilla    colocada en esa situación, cada uno de sus miembros no está tan  ansioso de    recompensa o de impunidad, como temeroso de ser traicionado. Se     apresura a delatar lo antes posible, a fin de no ser delatado a su  turno. Y    que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que  realmente se    trata de un secreto. Los horrores de esa terrible acción sólo son  conocidos    por Dios y por una o dos personas.
   »Resumamos los  magros pero evidentes    frutos de nuestro análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción de un  accidente    fatal en la posada de madame Deluc, o de un asesinato perpetrado en el  soto de    la Barrière du Roule por un amante o, en todo caso, por alguien íntima  y    secretamente vinculado con la difunta. Esta persona es de tez morena.  Dicha    tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo, y el “nudo de  marinero” con    el cual apareció atado el cordón de la cofia, apuntan a un marino. Su    camaradería con la difunta, muchacha alegre pero no depravada, lo  designa como    perteneciente a un grado superior al de simple marinero. Las  comunicaciones al    diario, correctamente escritas, son en gran medida una corroboración  de lo    anterior. La circunstancia de la primera fuga, conforme la menciona Le     Mercure, tiende a conectar la idea de este marino con la del  “oficial de    marina”, de quien se sabe que fue el primero en inducir a la  infortunada    víctima a cometer una irregularidad.
   »Y aquí, de la  manera más justa,    interviene el hecho de la continua ausencia del hombre moreno.  Permítame    hacerle notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada; no es  un color    moreno común el que atrajo la atención tanto de Valence como de madame  Deluc.    Pero, ¿por qué está ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la  pandilla? Si es    así, ¿cómo no hay más que huellas de la joven asesinada? Es natural  suponer    que los dos atentados se produjeron en el mismo lugar. ¿Y dónde se  halla su    cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran hecho  desaparecer a    ambos en la misma forma. Pero lo que cabe suponer es que este hombre  vive, y    que lo que le impide darse a conocer es el miedo de que lo acusen del    asesinato. Esta razón es la que influye sobre él actualmente, en esta  última    fase de la investigación, ya que los testimonios han señalado que se  le vio    con Marie; pero no tenía ninguna influencia en el período inmediato al  crimen.    El primer impulso de un inocente hubiera sido denunciar el ultraje y  ayudar a    identificar a los culpables. Era lo que correspondía. El hombre había  sido    visto con la joven. Cruzó el río con ella en un ferryboat. Aun  para un    atrasado mental la denuncia de los asesinos era el único y más seguro  medio de    librarse personalmente de toda sospecha. No podemos imaginarlo, en la  noche    del domingo fatal, inocente y a la vez ignorante del atentado que  acababa de    cometerse. Y, sin embargo, sólo cabría suponer esas circunstancias  para    concebir que hubiese dejado de denunciar a los asesinos en caso de  hallarse    con vida.
   »¿Qué medios  tenemos para llegar a    la verdad? A medida que sigamos adelante los veremos multiplicarse y  ganar en    claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera  escapatoria. Documéntemenos sobre la historia de “el oficial”, con sus  circunstancias    actuales y sus andanzas en el momento preciso del asesinato.  Comparemos    cuidadosamente entre sí las distintas comunicaciones enviadas al  diario de la    noche, cuyo objeto era inculpar a una pandilla. Hecho esto, comparemos  dichas    comunicaciones, tanto desde el punto de vista del estilo como de su    presentación, con las enviadas al diario de la mañana, en un período  anterior,    y que tenían por objeto insistir con vehemencia en la culpabilidad de  Mennais.    Cumplido todo esto, comparemos el total de esas comunicaciones con  papeles    escritos de puño y letra por el susodicho oficial. Tratemos de  asegurarnos,    mediante repetidos interrogatorios a madame Deluc y a sus hijos, así  como a Valence, el conductor del ómnibus, de más detalles sobre la  apariencia    personal del “hombre de la tez morena”. Hábilmente dirigidas, estas    indagaciones no dejarán de extraer informaciones sobre estos puntos    particulares (o sobre otros), que incluso los interrogados pueden no  saber que    están en condiciones de proporcionar. Y sigamos entonces la huella del  bote   recogido por el lanchero en la mañana del lunes veintitrés de  junio, bote    que fue retirado, sin el timón, del depósito de lanchas, a  escondidas    del empleado de turno y en un momento anterior al descubrimiento del  cadáver.    Con la debida precaución y perseverancia daremos infaliblemente con  ese bote,    pues no sólo el lanchero que lo encontró puede identificarlo, sino  que    tenemos su timón. El gobernalle de un bote de vela no  hubiera sido    abandonado fácilmente, si se tratara de alguien que no tenía nada que    reprocharse. Y aquí haré un paréntesis para insinuar un detalle. El  hallazgo    del bote a la deriva no fue anunciado en el momento. Conducido    discretamente al depósito de lanchas, fue retirado con la misma  discreción.    Pero su propietario o usuario, ¿cómo pudo saber, en la mañana del  martes y sin    ayuda de ningún anuncio, dónde se hallaba el bote, salvo que  supongamos que    está vinculado de alguna manera con la marina, y que esa  vinculación    personal y permanente le permitía enterarse de sus menores novedades,  de sus    mínimas noticias locales?
   »Al hablar del  asesino solitario,    que arrastra a su víctima hasta la costa, he sugerido ya la  posibilidad de que    hubiera hecho uso de un bote. Podemos sostener ahora que Marie  Rogêt    fue echada al agua desde un bote, lo cual me parece lógico, ya que no  cabía    confiar el cadáver a las aguas poco profundas de la costa. Las  peculiares    marcas de la espalda y hombros de la víctima apuntan a las cuadernas  del fondo    de un bote. También corrobora esta idea el que el cadáver fuera  encontrado sin    un peso atado como lastre. De haber sido echado al agua en la costa,  le    hubieran agregado algún peso. Cabe suponer que la falta del mismo se  debió a    un descuido del asesino, que olvidó llevarlo consigo al alejarse río  adentro.    En el momento de lanzar el cuerpo al agua debió de advertir su olvido,  pero no    tenía nada a mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo  antes    que regresar a aquella terrible playa. Luego, libre de su fúnebre  carga, el    asesino se apresuró a regresar a la ciudad. Allí, en algún muelle mal    iluminado, saltó a tierra. En cuanto al bote, ¿lo amarraría allí  mismo? Debió    de proceder con demasiada prisa para pensar en tal cosa. Además, de  amarrarlo,    hubiera sentido que dejaba a sus espaldas pruebas contra sí mismo. Su  reacción    natural debió de ser la de alejar lo más posible todo lo que guardara  alguna    relación con el crimen. No sólo quería huir de aquel muelle, sino que  no    permitiría que el bote quedara allí. Seguramente lo lanzó a la deriva.  Pero    sigamos adelante con nuestras suposiciones. A la mañana siguiente, el    miserable se siente presa del más inexpresable horror al enterarse de  que el    bote ha sido recogido y llevado a un lugar que él frecuenta  diariamente; un    lugar donde quizá sus obligaciones lo hacen acudir de continuo. A la  noche    siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se apodera del bote.  Ahora    bien: ¿dónde está ese bote sin gobernalle? Descubrirlo debe  constituir    uno de nuestros primeros propósitos. De la luz que emane de ese  descubrimiento    comenzará a nacer el día de nuestro triunfo. Con una rapidez que nos    sorprenderá, el bote va a guiarnos hasta aquel que lo utilizó en la  medianoche    del domingo fatal. Una corroboración seguirá a otra y el asesino será    identificado.»
   Por razones que no  especificaremos,    pero que resultarán obvias a muchos lectores, nos hemos tomado la  libertad de    omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos dónde se  detalla    el seguimiento de la apenas perceptible pista lograda por Dupin.  Sólo nos    parece conveniente dejar constancia, en resumen, de que los resultados     previstos fueron alcanzados, y que el prefecto cumplió fielmente,  aunque sin    muchas ganas, los términos de su convenio con el chevalier. El  artículo    del señor Poe concluye con las siguientes palabras    (Los directores):
   Se comprenderá que  hablo de    coincidencias y nada más. Lo que he dicho sobre este punto debe  bastar.    No hay fe en mi corazón sobre lo preternatural. Que la naturaleza y su  Dios    son dos, nadie capaz de pensar lo negará. Que el segundo, creando la  primera,    puede controlarla y modificarla a su voluntad, es asimismo  incuestionable.    Digo «a su voluntad» porque se trata de una cuestión de voluntad y no,  como el    extravío de la lógica supone, de poder. No se trata de que la Deidad no     pueda modificar sus leyes, sino que la insultamos al suponer una  posible    necesidad de modificación. En sus orígenes, esas leyes fueron  planeadas para    abrazar todas las contingencias que podrían presentarse en el  futuro.    Con Dios, todo es ahora.
   Repito, pues, que  sólo hablo de    estas cosas como de coincidencias. Más aún: en lo que he relatado se  verá que    entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers (hasta donde  dicho    destino es conocido) y el de una tal Marie Rogêt (hasta un momento  dado de su    historia) existió un paralelo de tan extraordinaria exactitud que  frente a él    la razón se siente confundida. He dicho que esto se verá. Pero no se  suponga    por un solo instante que, al continuar con la triste narración  referente a    Marie desde la época mencionada, y seguir hasta su desenlace el  misterio que    rodeó su muerte, abrigo la encubierta intención de insinuar que el  paralelo    continúa, o sugerir que las medidas adoptadas en París para el  descubrimiento    del asesino de una grisette, o cualquier medida fundada en  raciocinios    similares, producirían en el otro caso resultados equivalentes.
   Preciso es tener  en cuenta    -refiriéndonos a la última parte de la suposición- que la más nimia  variación    en los hechos de los dos casos podría dar motivo a los más grandes  errores al    hacer tomar a ambas series de eventos distintas direcciones; lo mismo  que, en    aritmética, un error que en sí mismo es insignificante, por mera    multiplicación en los distintos pasos de un proceso llega a producir  un    resultado enormemente alejado de la verdad. Con respecto a la primera  parte de    las suposiciones, no debemos olvidar que el cálculo de probabilidades  al cual    me referí antes prohíbe toda idea de la prolongación del paralelismo, y  lo    hace con una fuerza y decisión proporcionales a la medida en que dicho     paralelo se ha mostrado hasta entonces exacto y acertado. Es ésta una  de esas    proposiciones anómalas que, reclamando en apariencia un pensar  diferente del    pensar matemático, sólo puede ser plenamente abarcada por una mente    matemática. Nada más difícil, por ejemplo, que convencer al lector  corriente    de que el hecho de que el seis haya sido echado dos veces por un  jugador de    dados, basta para apostar que no volverá a salir en la tercera  tentativa. El    intelecto rechaza casi siempre toda sugestión en este sentido. No se  acepta    que dos tiros ya efectuados, y que pertenecen por completo al pasado,  puedan    influir sobre un tiro que sólo existe en el futuro. Las probabilidades  de    echar dos seises parecen exactamente las mismas que en cualquier otro  momento,    vale decir que sólo están sometidas a la influencia de todos los otros  tiros    que pueden producirse en el juego de dados. Esta reflexión parece tan  obvia    que las tentativas de contradecirla son casi siempre recibidas con una  sonrisa    despectiva antes que con atención respetuosa. No pretendo exponer  aquí, dentro    de los límites de este trabajo, el craso error involucrado en esa  actitud;    para los que entienden de filosofía, no necesita explicación. Baste  decir que    forma parte de una infinita serie de engaños que surgen en la senda de  la    razón, por culpa de su tendencia a buscar la verdad en el detalle.
   FIN
1:46
Taro en Maya



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