Durante todo un día de otoño, triste, oscuro,  silencioso, cuando las nubes se  cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región  singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de  la noche,  me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue,  pero a la  primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento  de  insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno  de esos  sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el  espíritu  aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible.  Miré el  escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio,  las  paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros  juncos,  y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de  ánimo  únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador  de opio,  la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del  velo.  Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una  irremediable  tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia  forma  alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así  me  desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y  yo no  podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi  alrededor  mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria  conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de  simplísimos  objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de  este  poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de  nuestro  alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente  de los  elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente  para  modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo  de  acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un  estanque  negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión;  pero con  un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen  reflejada  e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las  vacías  ventanas como ojos.  
En esa mansión de melancolía, sin embargo,  proyectaba pasar algunas semanas.  Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros  de  adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último  encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región  distinta del  país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante,  no  admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba  agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de  un  desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su  mejor  y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr,  gracias a  la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se  decía  esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron  vacilar  y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante,  consideraba un  requerimiento singularísimo.  
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas  íntimos, en realidad poco sabía  de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo  sabía, sin  embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos  inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a  lo  largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y  manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas,  aunque  discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más  que a las  bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical.  Conocía  también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre  venerable,  no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras  palabras, que  toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y  siempre, con  insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta  ausencia,  pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de  la  propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la  posible  influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber  ejercido  sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la  consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto  con el  nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto  de  fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre  de Casa  Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban,  la  familia y la mansión familiar.  
He dicho que el solo efecto de mi experimento  un tanto infantil -el de mirar  en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe  duda de  que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por  qué no  he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su  crecimiento  mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los  sentimientos que  tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón  que, cuando  de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque,  surgió en  mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que  sólo la  menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me  oprimían. Mi  imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía  sobre toda  la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata  vecindad,  una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los  árboles  marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor  pestilente  y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.  
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser  un sueño, examiné más de  cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser  una  excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo.  Menudos  hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero  en una  fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con  ninguna forma  de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía  haber  una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y  la  disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente  integridad de  ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta  descuidada,  sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de  ruina  general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de  un  observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas  perceptible que,  extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría  camino pared  abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.   
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una  breve calzada hasta la casa.  Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica  del  vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio,  a  través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de  su amo.  Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar  los vagos  sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos  circundantes -los  relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el  ébano negro  de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a  mi paso-  eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde  la  infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo  aquello, me  asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no  habituales  provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la  familia. La  expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de  perplejidad.  El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.   
La habitación donde me hallaba era muy amplia y  alta. Tenía ventanas largas,  estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble  negro, que  resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de  luz  carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían  para  diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin  embargo,  luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a  los  huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las  paredes.  El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había  muchos  libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna   vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un  aire de  dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.   
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá  donde estaba tendido cuan largo  era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al  principio, de  cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé.  Pero una  mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos  sentamos y,  durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un  sentimiento en  parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno  hasta  entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como   Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser  exangüe  que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el  carácter  de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos,  grandes,  líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy  pálidos,  pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado  tipo  hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas;  el  mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de  una falta  de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de  araña: estos  rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una  fisonomía  difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante  de esas  facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que  dudé de  la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel,  el brillo  milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun  me  aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como  en su  desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del  rostro, me  era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada  apariencia con  idea alguna de simple humanidad.  
En las maneras de mi amigo me sorprendió  encontrar incoherencia,  inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de  débiles y  fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva  agitación  nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta  naturaleza, no  menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y  por las  conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su  temperamento. Sus  gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una  indecisión  trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa  especie de  concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a  esa  pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que  puede  observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante  los  periodos de mayor excitación.  
Así me habló del objeto de mi visita, de su  vehemente deseo de verme y del  solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él  consideraba la  naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y  familiar, y  desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de   inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una  multitud de  sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me  interesaron y me  desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el  estilo  general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los  sentidos; apenas  soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de  cierta  textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz  más  débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de  instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.  
Vi que era un esclavo sometido a una suerte  anormal de terror. "Moriré  -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro  modo me  perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus  resultados.  Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que  pueda  actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como  no sea  por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta  lamentable  condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba  abandonar  vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el  miedo."  
Conocí además por intervalos, y a través de  insinuaciones interrumpidas y  ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado  por  ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y  de donde,  durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones  relativas  a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos  demasiado  sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de  la  simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su  espíritu,  decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto  físico de los  muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se  miraban  había producido, a la larga, en la moral de su existencia.  
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación,  que podía buscarse un origen más  natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo  afectaba: la  cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de  una  hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su  último y  solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que  nunca  podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último  de la  antigua raza de los Usher." Mientras hablaba,  Madeline (que así se  llamaba)  pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi  presencia,  desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y  sin  embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de  estupor me  oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando  por fin  una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y  ansiosamente el  semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y  sólo  pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los  dedos  descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.   
La enfermedad de Madeline había burlado durante  mucho  tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento  gradual  de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter  parcialmente  cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado  con  firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al  caer la  tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su  hermano  con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe  que la  breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la  última  para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.  
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo  mencionamos su nombre, y  durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la  melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba,  como en un  sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a  medida  que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo  más  recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo  intento  de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva,  inherente,  se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una   incesante irradiación de tinieblas.  
Siempre tendré presente el recuerdo de las  muchas horas solemnes que pasé a  solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo  intento de  dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a  los  cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada,  enfermiza,  arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e  improvisados  cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas,  conservo  dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación  del  extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían  su  laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad  que me  causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su  causa;  de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería  inútil  mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en  los  límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad,  por la  desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás  un mortal  pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las   circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras  abstracciones que  el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de  intolerable  espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación  de las  fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado  concretas.  
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi  amigo, que no participaba con  tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada,  aunque de  una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba  el  interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con  paredes  bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos  elementos  accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se  hallaba  a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba  ninguna  saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o  cualquier  otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio  una ola  de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y  espectral.  
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio  auditivo que hacía intolerable  al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de  instrumentos de  cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con  la  guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter  fantástico de  sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa  facilidad de  sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las  palabras de  sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con  improvisaciones  verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso  recogimiento y  concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran  observables sólo  en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo  fácilmente las  palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con  más fuerza  cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido  creí  percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher  de que su  encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El  palacio  encantado, decían poco más o menos así:  
- En el más verde de los valles
 - que habitan ángeles benéficos,
 - erguíase un palacio lleno
 - de majestad y hermosura.
 - ¡Dominio del rey Pensamiento,
 - allí se alzaba!
 - Y nunca un serafín batió sus alas
 - sobre cosa tan bella.
 - Amarillos pendones, sobre el techo
 - flotaban, áureos y gloriosos
 - (todo eso fue hace mucho,
 - en los más viejos tiempos);
 - y con la brisa que jugaba
 - en tan gozosos días,
 - por las almenas se expandía
 - una fragancia alada.
 - Y los que erraban en el valle,
 - por dos ventanas luminosas
 - a los espíritus veían
 - danzar al ritmo de laúdes,
 - en torno al trono donde
 - (¡porfirogéneto!)
 - envuelto en merecida pompa,
 - sentábase el señor del reino.
 - Y de rubíes y de perlas
 - era la puerta del palacio,
 - de donde como un río fluían,
 - fluían centelleando,
 - los Ecos, de gentil tarea:
 - la de cantar con altas voces
 - el genio y el ingenio
 - de su rey soberano.
 - Mas criaturas malignas invadieron,
 - vestidas de tristeza, aquel dominio.
 - (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
 - nacerá otra alborada!)
 - Y en torno del palacio, la hermosura
 - que antaño florecía entre rubores,
 - es sólo una olvidada historia
 - sepulta en viejos tiempos.
 - Y los viajeros, desde el valle,
 - por las ventanas ahora rojas,
 - ven vastas formas que se mueven
 - en fantasmales discordancias,
 - mientras, cual espectral torrente,
 - por la pálida puerta
 - sale una horrenda multitud que ríe...
 - pues la sonrisa ha muerto.
 
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.
2:24
Taro en Maya



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