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Taro en Maya.

Maya en Taro.

jueves, 3 de marzo de 2011

Dante Alighieri - Divina Comedia 57 - 111

Y como aquel que alegre se hace rico
y llega luego un tiempo en que se arruina,
y en todo pensamiento sufre y llora:                                           57

tal la bestia me hacía sin dar tregua,
pues, viniendo hacia mí muy lentamente,
me empujaba hacia allí donde el sol calla.                                  60       
Mientras que yo bajaba por la cuesta,
se me mostró delante de los ojos
alguien que, en su silencio, creí mudo.                            63

Cuando vi a aquel en ese gran desierto
«Apiádate de mi ‑yo le grité‑,
seas quien seas, sombra a hombre vivo.»                                   66

Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui,
y a mis padres dio cuna Lombardía
pues Mantua fue la patria de los dos.                                         69

Nací sub julio César, aunque tarde,                                           70[L9] 
y viví en Roma bajo el buen Augusto:
tiempos de falsos dioses mentirosos.                                         72

Poeta fui, y canté de aquel justo                                                73[L10] 
hijo de Anquises que vino de Troya,
cuando Ilión la soberbia fue abrasada.                           75

¿Por qué retornas a tan grande pena,
y no subes al monte deleitoso
que es principio y razón de toda dicha?»                                   78

« ¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente
de quien mana tal río de elocuencia?
‑respondí yo con frente avergonzada‑.                                      81

Oh luz y honor de todos los poetas,
válgame el gran amor y el gran trabajo
que me han hecho estudiar tu gran volumen.                              84

Eres tú mi modelo y mi maestro;
el único eres tú de quien tomé
el bello estilo que me ha dado honra.                                         87[L11] 

Mira la bestia por la cual me he vuelto:
sabio famoso, de ella ponme a salvo,
pues hace que me tiemblen pulso y venas.»                                90

«Es menester que sigas otra ruta
‑me repuso después que vio mi llanto‑,
si quieres irte del lugar salvaje;                                      93

pues esta bestia, que gritar te hace,
no deja a nadie andar por su camino,
mas tanto se lo impide que los mata;                                          96

y es su instinto tan cruel y tan malvado,
que nunca sacia su ansia codiciosa
y después de comer más hambre aún tiene.                               99

Con muchos animales se amanceba,
y serán muchos más hasta que venga                                         101[L12] 
el Lebrel que la hará morir con duelo.                            102

Éste no comerá tierra ni peltre,
sino virtud, amor, sabiduría,
y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.                          105

Ha de salvar a aquella humilde Italia
por quien murió Camila, la doncella,
Turno, Euríalo y Niso con heridas.                                            108[L13] 

Éste la arrojará de pueblo en pueblo,
hasta que dé con ella en el abismo,
           del que la hizo salir el Envidioso.                                               111[L14]

Dante Alighieri - Divina Comedia

INFIERNO 

CANTO I


A mitad del camino de la vida,                                      1[L1] 
en una selva oscura me encontraba                                            2[L2] 
porque mi ruta había extraviado.                                               3

¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!                         6

Es tan amarga casi cual la muerte;
mas por tratar del bien que allí encontré,
de otras cosas diré que me ocurrieron.                          9

Yo no sé repetir cómo entré en ella
pues tan dormido me hallaba en el punto
que abandoné la senda verdadera.                                            12

Mas cuando hube llegado al pie de un monte,                13[L3] 
allí donde aquel valle terminaba
que el corazón habíame aterrado,                                              15

hacia lo alto miré, y vi que su cima
ya vestían los rayos del planeta
que lleva recto por cualquier camino.                                         18[L4] 

Entonces se calmó aquel miedo un poco,
que en el lago del alma había entrado
la noche que pasé con tanta angustia.                                        21

Y como quien con aliento anhelante,
ya salido del piélago a la orilla,
se vuelve y mira al agua peligrosa,                                             24

tal mi ánimo, huyendo todavía,
se volvió por mirar de nuevo el sitio
que a los que viven traspasar no deja.                                       27

Repuesto un poco el cuerpo fatigado,
seguí el camino por la yerma loma,
siempre afirmando el pie de más abajo.                         30

Y vi, casi al principio de la cuesta,
una onza ligera y muy veloz,                                                      32[L5] 
que de una piel con pintas se cubría;                                          33

y de delante no se me apartaba,
mas de tal modo me cortaba el paso,
que muchas veces quise dar la vuelta.                            36

Entonces comenzaba un nuevo día,
y el sol se alzaba al par que las estrellas
que junto a él el gran amor divino                                              39

sus bellezas movió por vez primera;                                           40[L6] 
así es que no auguraba nada malo
de aquella fiera de la piel manchada                                           42

la hora del día y la dulce estación;
mas no tal que terror no produjese
la imagen de un león que luego vi.                                              45[L7] 

Me pareció que contra mí venía,
con la cabeza erguida y hambre fiera,
y hasta temerle parecia el aire.                                       48

Y una loba que todo el apetito                                      49[L8] 
parecía cargar en su flaqueza,
que ha hecho vivir a muchos en desgracia.                                 51

Tantos pesares ésta me produjo,
con el pavor que verla me causaba
que perdí la esperanza de la cumbre.                                         54

Julio Cortázar - Rayuela - Capítulo 68

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
FIN

Julio Cortázar - Página asesina

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
FIN

Julio Cortázar - Los testigos

Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir que yo estaba leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y que el levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar antes cómo pasaron las cosas.
Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad, pero poco me bastó para darme cuenta de que esa mosca era tan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las dificultades prácticas. Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendí que si avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mí mismo y hasta probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos incluidos en un mínimo de espacio, condición científica imprescindible para que mis observaciones fuesen de una precisión intachable (llevaría un diario, tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la comunicación correspondiente, no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.
Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había escapado la primera vez, lo cual era una suerte; a la otra la aplasté implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los materiales necesarios para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte de estas actividades me vi forzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora Fotheringham fue el ingreso de las enormes planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía comprender su objeto y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la misma expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el estrechamiento del "habitat" de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero tornasolado.
Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.
Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio pensar que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a todas las otras moscas) traje la última serie de planchas, que redujeron el espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los almohadones y una colchoneta que la señora Fotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que apartar y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi pieza tras de la cual tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en el teléfono, solté un grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortó ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño espacio, entendí que primero tenía que ponerlo en conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y fuera testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina de su casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté.
Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado, y hasta se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse, porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para decidirlo de una vez por todas.
Como no se decidía me encolericé y aludí a su obligación moral de secundarme en algo que sólo sería creído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.
-Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí...
-¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.
-¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece.
FIN

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