Apenas él le amalaba el noema, a ella se le  agolpaba el  clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos  exasperantes.  Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un  grimado  quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo  poco a  poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo,  hasta  quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado  caer  unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio,  porque en un  momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él  aproximara  suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un  ulucordio los  encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la   esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia  del  orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.  ¡Evohé! ¡Evohé!  Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y  márulos.  Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en  un  profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi  crueles que  los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
jueves, 3 de marzo de 2011
Julio Cortázar - Rayuela - Capítulo 68
7:18
Taro en Maya
 FIN



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